jueves, agosto 17, 2006

Chipre acerca a Grecia y Turquía

















Las primeras tropas turcas aerotransportadas llegan al norte de Chipre en julio de 1974: Operación Atila.


El pasado 20 de julio se cumplía el correspondiente aniversario del desembarco de tropas turcas en Chipre acaecido en 1974. Según informaciones fiables, dos o tres periódicos españoles habían enviado corresponsales a la isla para redactar la inevitable crónica-efemérides combinada con la actual situación del escollo chipriota para las negociaciones de ingreso de Turquía en la UE. Al parecer, la nueva guerra del Líbano acaparó toda la atención informativa y convirtió en una fruslería la cuestión chipriota. Además, la isla estaba siendo utilizada como base avanzada para el rescate de ciudadanos occidentales procedentes del atacado país árabe, y no convenía enturbiar la situación innecesariamente.

Más adelante, en algún otro post, se volverá sobre los orígenes históricos del problema chipriota y la coyuntura política y militar interna en aquella isla. Pero ahora resulta más útil e interesante insistir en algo sobre lo que pasa de puntillas la tropilla de políticos y periodistas turcófobos; al menos los de nuestro país.

Chipre está dejando de ser un asunto griego. Tampoco es la piedra de toque de un supuesto enfrentamiento greco-turco en el Egeo: ya no. Chipre se está convirtiendo en la china en el zapato de la política exterior helena. Y paradójicamente, al ser un problema para Atenas y Ankara, deviene un factor de acercamiento para turcos y griegos.

Desde hace ya meses, no hace falta esforzarse demasiado para comprobar que el marco general de las relaciones greco-turcas viene dando señales de acercamiento que van más allá de la anécdota, y que son realmente muy significativas y alentadoras. En relación a la cuestión de Chipre contemplada desde el ángulo griego, no es ninguna novedad la publicación en la prensa de ese país, y la de mayor difusión, por ende, de artículos de análisis y opinión en los que se cuestiona la tradicional actitud de Atenas hacia Nicosia ahora que Chipre ha ingresado en la UE. El pasado 2 de julio, el periodista
Alexis Papahelas [lámina adjunta] publicaba en el influyente “To Vima” un significativo artículo titulado: “¿Por qué la cuestión chipriota está siempre candente?”. En la pieza, Papahelas hacía su propia contribución al resquebrajamiento del tabú que impide a Grecia amonestar en manera alguna a sus “hermanos” grecochipriotas: como gran tema nacional, Chipre es el talón de Aquiles de la política exterior ateniense desde hace más de medio siglo. Por un lado, siempre vidriosa y resbaladiza, la “cuestión chipriota” resulta ineludible para cualquier partido político, y un error de gestión –mediático, diplomático o político– conserva intacta su capacidad de hundir la carrera de cualquier político griego de talla. Por el otro, el columnista se quejaba de que Nicosia conoce demasiado bien los juegos de poder en Atenas y los explota a menudo a su favor; ahora, como miembro de pleno derecho de la UE, Chipre puede jugar esa baza aún con más ventaja y autonomía. El artículo se hace eco del malestar de la administración griega, que ha empezado a hacerse visible: comienza a evidenciarse que los objetivos estratégicos de Chipre y Grecia en relación con Turquía no son plenamente coincidentes y que, debido a la tradicional adhesión incondicional de Atenas a la República grecochipriota, aquella sufre tensiones en su propia política hacia Turquía.

El artículo de Papahelas no es el único síntoma de esta actitud griega. En esa misma línea, el diario “Eleftherotipia” publicó el pasado 5 de abril un sondeo que reflejaba el importante rechazo que existe, por parte de los grecochipriotas, a la convivencia con sus vecinos de la isla. Como respuesta, otro periodista griego, Giannis Giannoulopoulos rompió también el tabú sobre Chipre y criticó la postura de Nicosia en un artículo publicado en ese mismo diario el 19 de abril y titulado: “¿Puede saberse qué es lo que quieren?”. Y suma y sigue. El 18 de julio, Anny Podimata escrtibía en “To Vima”: “La guerra no declarada entre Dora (Bakoyanni) y Tassos (Papadopoulos)”, incidiendo sobre el mismo tema: los grecochipriotas se están aprovechando de Grecia, actúan según sus conveniencias.

La ministro de AAEE griega, Dora Bakoyanni y su homólogo chipriota, George Iaocovou: disparidades no sólo físicas


Por lo tanto, la cuestión chipriota ha dado un vuelco importante para los intereses de Atenas: ciertamente, con la entrada de la isla en la UE estamos ante una nueva era. Nicosia tiene ahora capacidad de maniobra propia frente a Turquía; está respaldada por Bruselas y otros socios del club europeo. Tiene en sus manos claves importantes para el ingreso o rechazo de Turquía en la UE. Se puede decir que de la misma forma que le ocurre al gobierno griego, al grecochipriota también le molesta en muchas ocasiones la actitud de Atenas.

Tanto Grecia como Turquía conservan fuerzas militares en Chipre. Es normal que así sea, porque en todo el ámbito balcánico y hasta caucásico han proliferado las “dobles estatalidades” que en muchos casos son activamente defendidas por la “madre patria”: Rumania-Moldavia, Albania-Kosovo, Serbia-Republika Srpska, Croacia-Herceg Bosna, Bulgaria-Macedonia, Grecia-Chipre, Armenia-Nagorno Karabaj, Turquía-RTNC. Pero la “duplicación” siempre ha terminado por dar disgustos a la correspondiente madre patria. Y además, en el caso de Grecia, son las relaciones con Turquía en su conjunto las que están cambiando.

Las razones son diversas, pero valga aquí reseñar una de ellas, muy importante: la incapacidad de mantener una carrera de armamentos como la existente hasta hace muy pocos años, que amenazaba con asfixiar la economía griega y que en Turquía también generaba tensiones sociales a comienzos del presente siglo XXI. Por supuesto, la “détente” ha dado lugar a todo tipo de resistencias por parte del estamento militar e incluso del mundo político. Pero la realidad se ha ido imponiendo y en los últimos meses han podido observarse síntomas claros de tal distensión. Así, las reacciones de ambos gobiernos ante el choque de dos aviones de combate, uno griego y otro turco, cuando realizaban una de las habituales maniobras de combate ficticio sobre la isla de Karpathos, el pasado 23 de mayo, fueron de lo más templadas. No hubo declaraciones tensas por parte de ninguno de los gobiernos, los ministros de Asuntos Exteriores se reunieron y como remate se estableció una “teléfono rojo” de conexión directa entre Atenas y Ankara para casos de extrema gravedad.

Por lo tanto esa es la situación: frente a Turquía, Chipre cuenta ahora con sus propias fuerzas, su capacidad de maniobra en el laberinto de la Europa comunitario y su tozudez. Pero cada vez menos con aquel incondicional apoyo de la madre patria griega, que a su vez soñaba con la
enosis. Desde aquí podemos seguir creyendo que Turquía y Grecia están al borde de la guerra y analizar la situación en el Mediterráneo oriental y el Egeo en base a las fantasías más convenientes. Pero la realidad es siempre más tozuda. Y también lo son esos suculentos negocios multimillonarios que abordan conjuntamente griegos y turcos. Aunque esa es otra historia digna de un post; o más.

Perfil de un caza turco F-16 como el que colisionó con otro igual, griego, en mayo de 2006. Pincha aquí para ver sus evoluciones con música de Lenny Kravitz

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jueves, agosto 10, 2006

El espacio ex otomano, orígen de las crisis actuales (3)


A la izquierda: soldado serbio con piezas de uniforme ruso. A la derecha: oficial serbio con uniforme completo de esa procedencia. 1809.
Acuarelas de Pavle Vasić, 1808-1918 Yниформе Cрпске Boјске, Просвеtа, Београд, 1980

Hace pocos días, Andrés Mourenza se refería en su blog a los apuros sufridos por el embajador norteamericano en Ankara, Ross Wilson durante una conferencia de prensa ofrecida el pasado 17 de julio. El diplomático explicó ante la prensa turca que Washington apoyaba a Israel en las operaciones militares emprendidas “para defender su país”. Ante la aseveración, un periodista turco preguntó si el ejército de su país podría hipotéticamente hacer lo mismo: penetrar en el territorio de un estado vecino (Irak) para destruir las bases de un grupo guerrillero (el PKK) que atacaba territorio turco. La pregunta era más que previsible, pero pillado en pleno renuncio, el embajador sólo acertó a farfullar algo así como: “Eso no debería ocurrir”. La anécdota quedó rematada con un titular bien expresivo del diario “Vatan”, edición del 19 de junio: “İsrail’e öfke ve kıskançlık”: “Cólera y envidia hacia Israel”. Periódico cada vez más popular en Turquía, “Vatan” no rehuye temas delicados y el titular expresaba de un lado el rechazo de la población ante la exhibición de fuerza bruta que está desplegando Israel en el Líbano y Gaza; pero también las libertades que se toma ese país como protegido privilegiado de los norteamericanos.

No muchos días más tarde, el 2 de agosto, algunos díarios, siempre atentos a destacar y ampliar cualquier noticia negativa –real o imaginaria- procedente de Turquía, insertaban una breve nota en la que anunciaban que el general Yaşar Büyükanıt era el nuevo Jefe de Estado Mayor del Ejército de tierra turco en sustitución del también general Hilmi Özkök. Estos medios de prensa –“La Vanguardia” muy en especial- se apresuraron a remachar donde apenas les cupo en la breve nota informativa, que Büyükanıt es un “halcón”, “conocido por su defensa de la línea dura” del cual se espera que “lidere una gran operación militar contra los bastiones de la guerrilla kurda del PKK”. Dado que incluso en internet resulta difícil encontrar información sobre Yaşar Büyükanıt que no sea en turco –y los avezados reporteros españoles “especializados” no tienen ni remota idea de ese idioma- no deja de despertar dudas la procedencia de tal caudal informativo. Máxime teniendo en cuenta que el nuevo Jefe de Estado Mayor hizo unas declaraciones en octubre de 2000, en “Milliyet”, recogidas por Radio Free Europe, en las que afirmaba que “la completa integración de Turquía en la UE era una necesidad geoestratégica”.

Pero aún suponiendo que sí, que Yaşar Büyükanıt fuera un duro puesto al mando del ejército de tierra para lanzar una gran ofensiva contra el PKK –anunciada desde hace meses- ¿qué tendría de extraño, ante el espectáculo de aliado israelí entrando como un elefante en la cacharrería del sur de Líbano? Es, ni más ni menos, que la respuesta turca a la pregunta dirigida al embajador Ross Wilson.

Anécdota, noticia y “vestimenta” de la noticia no son sino un ejemplo más del bien conocido y grosero fenómeno del doble rasero informativo y argumental, tan caro a las grandes potencias y a nuestra prensa, de finos reflejos seguidistas. El fenómeno es antiguo, pero en su forma actual se puede decir que nació en torno a los conflictos que desagarraron al Imperio otomano a lo largo del siglo XIX. Uno de los ejemplos más conocidos es la actitud de Rusia ante sus protegidos en los Balcanes. Una cosa era proclamarse defensora de los pueblos cristianos supuestamente oprimidos por los turcos; otra muy diferente era tener en cuenta las necesidades y deseos reales de los protegidos.


Existen tres ejemplos muy claros de esta actitud. El primero, durante la revuelta serbia de febrero, 1804. En septiembre, una delegación de rebeldes viajó a San Petersburgo y pidió ayuda a Rusia. El zar Alejandro no se decidió por un apoyo en fuerza porque en aquel momento no le convenía enemistarse con el Imperio otomano: el juego de alianzas y el equilibrio de poder era demasiado volátil. Pero la noticia del hecho llegó a Estambul, fue interpretada como una intolerable búsqueda de autonomía, y eso significó ya la guerra formal contra los insurrectos. Los serbios aguantaron como pudieron la represión de las fuerzas otomanas, gracias al genio estratégico de su líder militar y político, George Petrović, que pronto sería conocido como Karadjordje o "Jorge el Negro" [lámina adjunta]. Al año siguiente, tropas rusas invadieron los Principados Danubianos y ofrecieron todo tipo de ayuda a los serbios: armas, dinero, equipos, instructores e incluso tropas de refuerzo. Gracias a ello, en junio de 1807, Karadjordje tomó las últimas fortalezas otomanas en suelo serbio. El 10 de julio de 1807, firmó un tratado de alianza con Rusia. Pero tres días más tarde, el zar Alejandro se entrevistó con Napoleón en Tilsit, se deshizo la Cuarta Coalición y se proclamó la paz continental. A continuación, el ruso firmó un tratado de paz con el Imperio otomano y el 24 de agosto retiró sus tropas de Serbia. Apoyándose en la incapacidad militar del Imperio otomano, los insurrectos lograron erigir su propio estado y resistir algunos años más, pero era evidente que para el zar las conveniencias de la política global eran mucho más importantes que el destino de un pequeño pueblo cristiano y eslavo.

Más lamentable fue la actitud rusa ante la insurrección nacional griega de 1821. La semilla del alzamiento había sido preparada por la Filikí Etería, o “Asociación de Amistad”, una sociedad conspirativa fundada en 1814 por comerciantes griegos en Odesa, en la línea de otras organizaciones similares –carbonarios, anilleros, comuneros, La Garduña- surgidas en los focos revoltosos al orden de la Restauración europea, especialmente en España e Italia. La que durante muchos años fue una “minoría consciente” terminó por cobrar una destacada presencia entre los griegos del imperio debido a dos factores. El primero, la gran movilidad de sus miembros; y además, la insistencia en que existía un compromiso por parte de Rusia para intervenir en apoyo de una insurrección griega que debería ser la punta de lanza para una gran revolución cristiana en todos los Balcanes contra el dominador musulmán. Ese argumento, que demostró ser totalmente falaz gozó de credibilidad a la vista del apoyo que había recibido los griegos por parte de Rusia en anteriores guerras de es apotencia contra el Imperio otomano, y también por el precedente de la insurrección serbia. Aunque había sido aplastada en 1813, siete años más tarde la situación había cambiado notablemente. En 1815 había estallado una nueva revuelta en Serbia, liderada por Miloš Obrenović, un nuevo caudillo que sumaba astucia diplomática a sus capacidades como dirigente militar. Dando una de cal y otra de arena, este hombre había obtenido una salida política a la insurrección militar, pactando en pocos meses con la Sublime Puerta su nombramiento como “Príncipe de la Nación Serbia”, logrando una considerable autonomía política para el país y conservando retener sus milicias como garantía del acuerdo. En parte, Miloš Obrenović había logrado todo esto jugando de farol con un supuesto apoyo ruso que estaba lejos de haber sido concretado.

Algo parecido intentaron los agentes de la Etería con su líder al frente, Aléxandros Ypsilantis [lámina adjunta] el cual había hecho su fortuna en Rusia, sirviendo como oficial en el ejército de este país. El plan consistía en desencadenar la insurrección en los Principados Danubianos, lindante con la frontera rusa. Además, era una plataforma ideal para lograr el apoyo de otras naciones cristianas
ortodoxas, como los moldavos, los válacos o los serbios. Pero a la hora de la verdad todo ello resultó ser un trágico error basado en fantasías. El “Batallón Sagrado” de voluntarios griegos que cruzó la frontera de Moldavia el 6 de marzo de 1821, fue destrozado en tres semanas por las tropas otomanas, sin que los rusos movieran un dedo. De hecho, el zar Alejandro se tomó muy mal el plan y expulsó a Ypsilantis del ejército. Era comprensible: Rusia formaba parte de la Santa Alianza, garante del orden más conservador en la Europa de la Restauración, y no deseaba verse arrastrado a una guerra por iniciativa y conveniencias una sociedad secreta demasiado parecida a las que habían organizado liberales, masones y carbonarios en España e Italia. Por otra parte, las propuestas neobizantinas de un Rigas Feriaos chocaban frontalmente con los objetivos de Rusia en la Cuestión de Oriente: era Rusia la llamada a recomponer el Gran Imperio Romano de Oriente, no Grecia.

Un mortal doble rasero: los grandes gestos rusos hacia los súbditos cristianos del sultán no eran de matiz ideológico, sino estratégico. Los griegos obtuvieron su independencia gracias al apoyo inesperado de los voluntarios y apoyos políticos filohelenos desde Occidente; y sobre todo, de la escuadra anglo-francesa que en 1827 hundió a la flota otomano-egipcia en el puerto de Navarino. Pero la guerra que desencadenaron los rusos a continuación ya no estaba destinada a ayudar a los griegos, sino a destruir el Imperio otomano. Y para ello, esta vez, armaron a voluntarios armenios en el frente de Anatolia oriental.

En 1877, las tropas rusas volvieron a repetir la mis a estrategia: distribuyeron armas a las comunidades armenias para provocar acciones de guerrilla o levantamientos insurreccionales que sirvieran de apoyo a su ofensiva en el Cáucaso y Anatolia oriental. El fomento del nacionalismo armenio no se basó sólo en ese tipo de acciones. Por ejemplo, a mediados del siglo XIX, la ingerencia exterior contribuyó a minar decisivamente el carácter religioso de los millets, la conocida institución otomana que desde 1453 constituía una muy flexible entidad administrativa de carácter autónomo para las principales confesiones religiosas no musulmanas del Imperio.

El resto de las potencias pronto aprendieron a aplicar el mismo doble rasero cínico que utilizaban los rusos con los súbditos cristianos del Imperio otomano, sin tener en cuenta las consecuencias para esos pueblos. Así, en 1878, el patriarca armenio de Constantinopla, Mgrditch Khrimian [lámina adjunta] que inicialmente se había declarado leal al estado otomano e incluso había hecho un llamamiento para que los armenios tomaran las armas contra el invasor ruso, organizó una delegación que acudió al Congreso de Berlín para conseguir de las grandes potencias el apoyo necesario a fin de obtener lo que búlgaros, rumanos y griegos habían logrado. Ni los rusos ni las potencias signatarias del Congreso de Berlín atendieron las peticiones armenias porque estaban ante un caso más complicado que el de cualquier país balcánico: comenzando por el hecho de que los armenios no eran mayoría poblacional en ninguna de las seis provincias anatolias en las que se concentraban y resultaba imposible recrear sobre esas bases la realidad de cualquier nación balcánica.


Pero sobre todo, a los rusos les interesaba mantener en el corazón del Imperio otomano una minoría étnica persistente y crecientemente descontenta con Estambul. Esa situación se agravó con la llegada masiva de refugiados procedentes de las limpiezas étnicas de población turco-musulmana perpetradas por los nuevos estados balcánicos. En esa práctica también Rusia daba lecciones, pues a partir de 1861 comenzó a expulsar masivamente circasianos y abjazos en dirección a Anatolia. Los armenios se quejaban de que la presión demográfica y poblacional iba en su contra y que los recién llegados, extremadamente pobres, amenazaban sus tierras en los vilayets o provincias orientales de Anatolia, donde se concentraba la mayor parte de la población armenia. Ese problema alcanzó cotas dramáticas a partir de 1878, cuando decenas de miles de musulmanes fueron expulsados o escaparon de los Balcanes y Rusia y se establecieron en el Imperio otomano, en ocasiones vecinos a las tierras o propiedades de la población armenia en los confines orientales de Anatolia. Como cualquier otra minoría bienestante, los armenios pronto comenzaron a protestar contra lo que consideraban una maniobra del gobierno para presionarles o forzar un desalojo gradual.

Esta situación envenenó las relaciones entre la comunidad armenia y las autoridades otomanas a lo largo del último cuarto del siglo XIX. A ello contribuyó en no escasa medida la actitud de la política exterior rusa, que una vez más, ni quiso ni pudo apoyar a los nacionalistas armenios. La reacción de las grandes potencias a la paz de San Stefano y la creación de una Gran Bulgaria ya fue suficientemente enérgica como para que, pocos meses más tarde, se dignaran apoyar el surgimiento de una Gran Armenia independiente, fiel a Rusia. En tal sentido, la delegación de Khrimian se cavó su propia tumba política al acudir a la Conferencia de Berlín, en 1878: era virtualmente imposible que las potencias occidentales contribuyeran a una mayor influencia rusa en los destinos del Imperio otomano cuando precisamente se había reunido en Berlín para impedir eso. Por otra parte, los mismos rusos poseían una importante población armenia en su territorio y veían con desconfianza la posibilidad de crear un estado independiente al otro lado de su frontera.

Pero el principal problema terminó siendo que las mismas nacionalidades minoritarias del Imperio otomano se acostumbraron a demandar la intervención de las grandes potencias para dirimir sus diferencias con la sublime Puerta o entre ellos mismos. Los serbios en 1804 y los griegos en 1821 habían mostrado el camino: la llamada de auxilio podía funcionar desde un primer momento –como en el caso de los serbios- o fracasar, como le ocurrió a Aléxandros Ypsilantis. Pero si los insurrectos resistían y sobre todo, eran capaces de encajar pérdidas humanas durante algún tiempo, alguien terminaba llegando desde el exterior con la ayuda militar necesaria. Este mecanismo se repitió en los Balcanes en innumerables ocasiones, desde 1804 hasta 1999, haciendo de esa península uno de los territorios con mayor número de intervenciones militares y diplomáticas del mundo.

Pero en realidad, el fenómeno se extendió a todo el territorio del Imperio otomano, haciendo de sus restos el gran criadero de crisis irresolubles del siglo XX y comienzos del XXI: Líbano, Palestina, Irak, el Kurdistán o el Cáucaso configuran esa constelación de problemáticas en las que, junto con Bosnia, Kosovo o Macedonia se entrelazan enfrentamientos interétnicos más o menos reales, con intervenciones internacionales mal resueltas, disfrazadas de intereses geoestratégicos a veces un tanto anacrónicos. Es cierto que en la actualidad se mezclan en algunos de ellos nuevas y muy reales motivaciones, como el trazado de los oleoductos procedentes del Caspio. Pero no deja de ser sintomático el hecho de que incluso tales disputas se disfracen con los viejos ropajes emocionales de antaño: por ejemplo, la apelación al genocidio armenio de 1915 en medio de las negociaciones para el acceso de Turquía a la Unión Europea. Y más todavía, que tales planteamientos posean todavía un enorme tirón emocional en Occidente, maestro de mitos nacionales y nacionalistas para toda el área del desaparecido Imperio otomano.

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lunes, agosto 07, 2006

La isla de hierro

Como suele ocurrir de manera natural con la mayor parte de los filmes, “La isla de hierro” contiene varias lecturas derivadas de una principal, aquella sobre la que gira el argumento. La crítica tiende a resaltar sólo una: o bien se conforma con la más evidente o tira por vericuetos interpretativos supuestamente ingeniosos. Pero puede ser muy posible que estén presentes en el film todos ellos y alguno más.

“La isla de hierro” (2005) es la segunda obra del director Mohammad Rasoulof, estrenada hace pocos días en “Verdi Park”, que parece haberse convertido en el destino final de las películas turcas e iraníes que llegan a Barcelona. Narra la vida de una comunidad de familias desplazadas y outsiders de todo tipo que residen en un enorme petrolero en alta mar, en pleno Golfo Pérsico, varado ante las costas iraníes. Toda esa sociedad en miniatura está gobernada, encuadrada, atendida y exprimida por el astuto “capitán” Nemat, cuyo nombre, tratándose de cosa marina y de ínfulas de mando, parece una clara alusión al capitán Nemo de Julio Verne.

El personaje de Nemat [imagen] lo interpreta magistralmente uno de los mejores actores iraníes, Ali Nasirian (definido como el Paco Rabal iraní, por un crítico español apresurado) y es realmente el epicentro de la historia. El capitán ha ideado el sistema de alquiler pagadero en trabajo. Y la actividad económica principal de toda esa masa de gente consiste en desmontar pieza a pieza el propio buque que les sirve de vivienda para venderlo como chatarra. Además, en un momento climático del film, los “inquilinos” logran también extraer los restos del combustible que transportaba el petrolero en sus depósitos, que jóvenes y niños llevarán a nado hasta la costa empujando como pueden los bidones flotantes.

No hay nada enteramente nuevo en el trasfondo de este argumento que en realidad forma parte de un género cinematográfico que se podría denominar “de vecindario”: microcosmos social aislado o acorralado y dirigido por un líder paternalista e ingenioso que salva a la comunidad. El mejor ejemplo reciente es el film colombiano “La estrategia del caracol” (Sergio Cabrera, 1994) pero recuerdo haber visto otro similar en la filmografía española de los cincuenta. En realidad, el trasfondo argumental puede hacerse extensivo a un pueblo aislado y tenemos dos obras de Luís García Berlanga: “Los jueves, milagro” (1957) y “Bienvenido Míster Marshall” (1952) o ese remake bosnio que es la excelente película de Pjer Žalica, “Gori Vatra” (2004).

Pero en “La isla de hierro” también se explora el fenómeno social del liderazgo: por qué unos mandan y otros obedecen. Ese tema no es nuevo en absoluto en la historia del cine (recuerdo con cariño
“Trabajo clandestino” -1982- de Jerzy Skolimowsky, con un Jeremy Irons que bordaba su papel). Pero en este film iraní el asunto posee una gracia especial por dos razones. Primero, porque el director recurre a un estilo casi de reportaje a la hora de rodar “la comunidad”, que en sus propias palabras es el personaje principal del film: “Un enorme grupo limitado, confinado, presa de reglas muy arbitrarias. Por eso rehuí un acercamiento sentimental o psicológico y no quise realzar a un habitante del barco más que a otro. Sobre todo me importaba describir el conjunto, no el destino de cada individuo, más bien de toda la comunidad”. Sin embargo, y curiosamente, Mohammad Rasoulof no hace ningún comentario sobre al figura del capitán Nemat. Las críticas más superficiales nos lo muestran como un aprovechado, un estafador que utiliza a la comunidad en su provecho. Sin embargo, las cosas son más complejas: él mismo vive frugalmente, está inmerso en la comunidad a la que dirige, se interesa por los pequeños problemas cotidianos de unos y otros. Y al final, cuando el espectador cree que va a dejar tirados a todos en el desierto, reaparece y se los lleva detrás, en pos de su proyecto más loco. La cámara enfoca entonces las pertenencias de los desgraciados, abandonadas bajo el sol: el capitán los tiene, literalmente, hipnotizados.

Único contacto con el mundo exterior: un móvil. Contabilidad: ventanilla anexa

Parece evidente que el magnetismo de Nemat sobre la comunidad es lo que de verdad le interesa a Mohammad Rasoulof, aunque no pueda admitirlo abiertamente, porque es un tema perverso y hasta políticamente peligroso para un país como Irán. De ahí la importancia que el film y el mismo director conceden al “niño pez”, que es la imagen de la libertad, el único que no está sometido a la tiranía de Nemat. En realidad tampoco lo está el viejo que pasa las horas oteando el sol, pero él es ya demasiado viejo. El crío, en el otro extremo generacional, es la esperanza, desde luego. Y con su fuga termina el film. Pero en realidad, su escapada es tan incierta y visionaria como la de todos aquellos que también siguen al capitán Nemat en sus proyectos por el desierto iraní.

¿Cabe aquí la parábola política? En el prospecto que se regala a los espectadores en la misma sala, se puede leer un comentario de Marta Barrón, en La Voz de Asturias: “Un dibujo de lo que sucede actualmente en Irán, donde el petrolero sería el país; el capitán, el poder conservador, y el profesor, uno de los personajes contestatarios, los reformistas”. Bueno, siempre estamos a tiempo de enfocar cualquier film bajo esquemas tan cuadriculados y llegar a la conclusión de que alguna película de Cantinflas podría servir de referente simbólico a la situación en México. Pero parece difícil suponer que Mohammad Rasoulof no hubiera tenido problemas en el Irán actual para estrenar un film con un mensaje tan diáfano. En realidad, si nos atenemos al papel jugado por la religión en esta obra –un asunto tan sensible para ese país- podremos entender el planteamiento lógico y real de director y guionista, que son la misma persona en “La isla de hierro”. El capitán Nemat recurre a la religión cotidianamente: utiliza la “piedad social” en su trato con los ocupantes del barco, mantiene las formas morales en todo momento, lleva a los desalojados inquilinos del barco a rezar a un mausoleo. Sería lógico pensar que el director introduce una crítica directa a la religión como opio del pueblo, como un medio más para domesticar a las ingenuos multitudes. Y sin embargo, al final entrevemos que el malparado Ahmad resuelve su cuestión sentimental con su amada gracias a que se encuentra con ella en ese mismo santuario. ¿Recurso para escapar de la censura o recuperación de la verdadera esencia religiosa?¿Encuentro casual, milagroso o preparado por el mismo capitán Nemat? En cualquier caso, el film termina sin ni siquiera una insinuación de conflicto social, como escribe un avezado crítico de
“The New Republic”.
Canibalismo: el desguace del buque y la venta de los restos de petróleo que conserva en sus depósitos son la actividad económica principal de los residentes en la isla de hierro. Los barriles se llevan a nado hasta la costa.

En definitiva: una película recomendable, entretenida y sin esa tendencia a la pedantería del tan ensalzado (y de todas formas genial) compatriota de Mohammad Rasoulof que es Abbas Kiarostami. Un buena fotografía que contrasta la oscuridad del interior del barco con la brillante luz del Golfo Pérsico y el desierto calcáreo. Y para los que estudiamos turco, una divertida ocasión de reconocer aquí y allá palabras sueltas del farsi: düşman, düniya

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miércoles, agosto 02, 2006

Líbano 2006: Hipótesis para una masacre

Quizá la cuenta atrás comenzó el pasado 7 de junio, cuando los norteamericanos consiguieron eliminar al al-Zarqaui, el líder de al Qaeda en Irak. Significativamente, cinco días más tarde el presidente Bush se reunió con su equipo de seguridad y defensa para planificar la retirada gradual de tropas hasta mediados de 2008. Nadie se hacía ilusiones de que la muerte del terrorista jordano fuera a cambiar mucho las cosas en el invadido país árabe. Pero al menos propiciaba un buen punto de giro en un momento en el que los aliados europeos estaban ejerciendo una molesta presión sobre la Casa Blanca, poniendo en cuestión activamente la continuidad de la prisión de Guantánamo, mientras el Consejo de Europa destapaba la caja de los truenos de los vuelos clandestinos de la CIA, implicando a catorce países en el operativo clandestino. Y no sólo eso: dentro de los Estados Unidos las encuestas demostraban que la mayor parte de la población veía con buenos ojos la salida de Irak, sobre todo a partir de finales de este mismo año, teniendo en cuenta que Corea del Sur e Italia habían anunciado la retirada de sus contingentes militares, los mayores en número tras el británico y el mismo norteamericano.

7-12 de junio: Ilusiones frustradas

La vía de salida que anunciaba Bush en Irak venía también favorecida por la colaboración del nuevo gobierno iraquí presidido por el chií
Nuri al Maliki, que decía tener un plan para restablecer el control de las armas por parte del Estado y acabar con las milicias y la limpieza étnica. En parte, el plan consistía en acercarse a la comunidad sunní aprovechando la muerte de al Zarqaui, aislar a los voluntarios extranjeros y encuadrar a los grupos armados sunníes en las fuerzas de seguridad regulares del Estado iraquí. Incluso se hablaba con cierta esperanza de una conferencia para la reconciliación con fecha 22 de junio.

El nuevo primer ministro iraquí, Nuri al Maliki: al principio había un plan.



Casi al tiempo que Washington anunciaba tales preparativos, la situación comenzaba a dar un vuelco desagradable. El 10 de junio se suicidaban tres detenidos en Guantánamo. La prensa occidental trompeteó la noticia dos días más tarde y la Casa Blanca encajó mal el escándalo. Aumentó la presión contra los métodos de la administración Bush. Ese mismo día 12, la artillería israelí aniquiló casi al completo una familia palestina que pasaba el día en la playa de Gaza. La fotografía de la niña Huda corriendo y llorando por la playa junto al cadáver de su padre fue otro mal trago. Pero en aquel momento, el gran público no imaginaba que ese horror devendría cotidiano en muy poco tiempo.

Yendo un poco más allá: en Somalia triunfaba la causa del integrismo musulmán. Llegaban noticias de que las milicias de los denominados
Tribunales Islamistas habían logrado controlar buena parte del país, incluyendo la capital, Mogadiscio. Por el momento, las nuevas autoridades se esforzaban por distanciarse de al Qaeda, pero resultaba evidente que estaban edificando una nueva república regida por la Sharia. Al parecer, una buena parte de la población los apoyaba, hartos todos de los desórdenes, abusos y peleas entre los señores de la guerra locales desde 1991. Por lo tanto, más noticias adversas para Washington a mediados de junio: emergía un nuevo “estado de talibanes” y eso en el Cuerno de África, esto es, en pena ruta del petróleo, a la salida del Golfo Pérsico. En un lugar donde las fuerzas de la ONU y especialmente las de los Estados Unidos habían fracasado lamentablemente en la primera mitad de los noventa del siglo pasado.

14 de junio-11 de julio: Crece el descontrol global

Pero las cosas comenzaron a ir rematadamente mal justo en la mitad del mes de junio. Ya el día 14, el presidente iraní Mahmud Ahmadineyad llegó a China para participar en la cumbre de jefes de estado de la Organización de Cooperación de Shanghai (OCSh), en calidad de jefe de estado de uno de los cuatro países observadores: India, Pakistán, Mongolia e Irán. En Occidente el hecho pasó relativamente desapercibido para el gran público e incluso en los medios recomunicación. Pero la OCSh posee una importancia real: había sido creada el 14 de junio de 2001 en torno a Rusia y China. Arrancaba a su vez del denominado grupo de los Cinco de Shanghai, fundado en 1996 tras la firma del Tratado para la Profundización de la Confianza Militar en las Regiones Limítrofes. Uno de los extremos más relevantes consiste en que la OCSh había nacido, muy especialmente, para para contrarrestar la influencia USA en el continente asiático.





Logo de la OCSh y mapa con los países miembros en azul y los observadores en verde: un bloque asiático homogéneo

La invitación a Ahmadineyad sentó mal en Washington. El programa nuclear iraní es una verdadera espina clavada en la Casa Blanca y su mandatario es la bestia negra de turno, ese fenómeno tan característico de la diplomacia norteamericana que en los últimos veinte años han personificado Jomeini, Gaddafi, Noriega, Milošević o Saldam Hussein. En los últimos meses, Ahmadineyad había venido reiternado que su país no detendrá su programa nuclear y defendió el derecho de poseer tecnología atómica, enfrentándose a las presiones de Washington. Los norteamericanos habín recurrido a todo tipo de amenazas, incluso militares, pero también intentaron presionar a través del Consejo de Seguridad de la ONU. Por lo tanto, cuando el iraní pidió ayuda al grupo de Shanghai para contrarrestar las “amenazas brutales” de EEUU, Donald Rumsfeld protestó airadamente. La respuesta del presidente de turno de la OCSh, el chino Zhang Deguang, respondió al Secretario de Defensa norteamericano. “Si consideráramos que [Ahmadineyad] es un patrocinador de terroristas no lo habríamos invitado”.

Ahmadineyad y Putin en Shanghai: sonrisas que hieren

En el trasfondo del acercamiento entre Teherán y Beijing, late el delicado asunto de la energía. China necesita ingentes cantidades de crudo para respaldar su crecimiento económico e Irán le cubre a la potencia asiática el 13% de su consumo. Por si fuera poco, ambos países negocian un contrato millonario para subvencionar la explotación de un rico yacimiento de gas de Yadavarán, en el Juzestán iraní, que vincula a ambos países por un periodo de 30 años. Mientras tanto, Rusia declaró ya en 2002 que tiene previsto suministrar a Irán cinco reactores nucleares durante la próxima década en virtud de un contrato que se valoraba ya por entonces en 10.000 millones de dólares. Así, no es de extrañar que Ahmadineyad fuera cordialmente recibido por los presidentes de la OCSh, Putin incluido, y que el iraní ofreciera Teherán como sede la próxima cumbre del grupo. Lógicamente, con ese panorama parecía difícil suponer que Rusia y China, miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, votaran a favor de sanciones contra el programa nuclear impulsado por el régimen iraní. ”En este contexto, ¿es realmente posible evitar la intervención militar estadounidense en Irán?” –se pregunta Sobren Kern, un investigador de la Fundación Elcano en un reciente análisis.


Por si eso no fuera suficiente, la reunión del OCSh parecía estar desmantelando piezas enteras del nuevo tinglado diplomático norteamericano. Washington demuestra una actitud muy desconfiada ante China y su agresiva política comercial para asegurarse con una cuota creciente de suministros de crudo. Y eso ocurre en un mundo en el que los Estados Unidos dependen cada vez más del petróleo. Es por ello por lo que la administración Bush estuvo trabajando para hacer de la india una potencia militar y un nuevo aliado frente a China. Por ello, en julio de 2005 la Casa Blanca aplicó uno de los habituales y aparatosos dobles raseros que gusta de exhibir y se empeñó en respaldar el programa nuclear indio, saltándose la política de no proliferación nuclear que intenta aplicar a Irán. Pero en la reunión de la OCSh la India acudió en plena mejora de relaciones con China, por primera vez desde la guerra fronteriza de 1962. Y dado que Pakistán estaba irritado por los gestos de respaldo nuclear norteamericano a la India, pidió también ser incluido como miembro de pleno derecho en el Grupo de Shanghai.


A las puertas ya de un verano no apto para presidentes norteamericanos cardiacos, se abrió paso a codazos Corea del Norte para anunciar que pensaba realizar pruebas de lanzamiento del nuevo misil intercontinental Taepodong-2 con capacidad nuclear. Por lo tanto, a lo largo de la segunda mitad de junio, la administración Bush realizó serias advertencias a Pyongyang para que desistiera de su particular programa de rearme nuclear. Los norteamericanos evitaron las amenazas de intervención militar, por lo que esa actitud comedida corroboraba la advertencia que en su día hizo Noam Chomsky: Washington nunca plantearía intervenciones militares ni derechos de ingerencia en países dotados de armamento nuclear. Por lo tanto, lo que ocurrió con Corea del Norte no hizo sino redoblar la determinación iraní. Paradójicamente, Pyongyang no pudo hacer toda la presión que deseaba sobre Washington porque la crisis del Líbano llevó a un plano secundario sus maniobras. La
última noticia que se tiene de sus operísticos esfuerzos es que a finales de julio había logrado frustrar la cumbre de países asiáticos (ASEAN) celebrada en Kuala Lumpur (Malasia).

Y cosas del doble rasero norteamericano: el 9 de julio la India probó por su cuenta un misil nuclear intercontinental, con todas las bendiciones de la comunidad internacional, menos la de Pakistán, lógicamente. Casualidad o no, dos días más tarde se perpetraba un espantoso atentado en la red del
ferrocarril de Bombay. El hecho de que la fecha fuera un día 11 enseguida hizo pensar en Nueva York, Madrid y al Qaeda. Pero de momento, la policía india no ha encontrado evidencias claras de que haya una conexión significativa, y si más bien que el escenario tiene más que ver con el conflicto hindú-musulmán. Colofón: hacia finales de julio saltaba la noticia de que Pakistán construía una nueva central de plutonio que hipotéticamente le permitirían fabricar a esa potencia islámica unas 50 bombas nucleares al año.


Tasnim Aslam, portavoz de Asuntos Exteriores del gobierno pakistaní: más plutonio, más bombas

Los primeros días de julio fueron ya los del creciente descontrol: en Irak alcanzaba su climax la campaña de atentados indiscriminados de las milicias chiíes contra la población sunní, con la matanza de “decenas de civiles” sólo el día 9. Pero las salvajadas continuaron: el 24 de julio, por ejemplo, el protagonismo del conflicto en el Líbano no pudo ocultar que dos coches bomba habían matado a 62 personas en Bagdad y Kirkuk. El 19 de julio las agencias de prensa anunciaron que en sólo dos meses habían muerto 6.000 personas en Irak. El 25 de julio, el mismo Bush reconocía la gravedad de la situación y anunciaba el despliegue de más tropas en Bagdad, pero a costa de desguarnecer otras zonas “más controladas”. Dado que estas declaraciones las hizo en compañía del primer ministro iraquí Nuri al Maliki, debe deducirse que su plan para la reconciliación está muerto y enterrado con las 6.000 víctimas del terrorismo indiscriminado.


Bush recibe al primer ministro al Maliki en la Casa Blanca: paso firme, paso débil

Afganistán parecía estar yéndose de las manos a la OTAN. Un mes antes sus tropas habían llevado a cabo una ofensiva en la que al parecer se habían liquidado decenas de guerrilleros talibanes. Pero en poco tiempo estos dieron señales de estar más vivos que muertos. A España la noticia llegó de la mano de una baja mortal en las filas del contingente desplegado en Herat. El último día de julio saltaba la noticia de que la OTAN tomaba el control de la muy conflictiva región sur del país, uno de los bastiones más intocados de los talibanes. Por lo tanto, la presencia militar de la Alianza Atlántica aumentaba hasta los 18.500 soldados sin que por ello se vea un horizonte claro de pacificación o victoria militar.

12-31 de julio: Recuperando la credibilidad como “potencia gamberra”

Pero la gota que colmó el vaso fue, posiblemente, la estrella emergente de Putin. El día 10 de julio, a un mes exacto, Moscú dio la réplica a la liquidación de al Zarqaui por los norteamericanos: los servicios de inteligencia y unidades especiales lograban sacar de en medio a
Shamil Basayev, el “Bin Laden del Cáucaso”. Los americanos no podían deplorar el hecho, porque al fin y al cabo se trataba de un peligroso fundamentalista islámico, aunque sus actividades estuvieran ligadas también a la causa nacionalista chechena. Pero ese golpe antiterrorista resaltaba la figura del mismo Putin, que pocos días después presidiría la cumbre del G-8 postulándose como nuevo líder mundial, pacificador y estabilizador de Rusia, gran potencia proveedora de energía a escala planetaria: gas y petróleo.

Y la guinda: la
“Revolución Naranja” ucraniana terminaba de mustiarse también por esas fechas: víctima de sus errores y escándalos, el gobierno perdía credibilidad y Ucrania viraba de nuevo hacia Rusia, alejándose de los proyectos occidentales. Ya el 7 de junio, la Duma rusa y el ministro de Asuntos Exteriores, Sergue Lavrov, se permitieron criticar duramente a Ucrania por su deseo de entrar en la OTAN. Por entonces, se hablaba de unas maniobras conjuntas Ucrania-EEUU en Crimea. Pero a mediados de julio, el régimen ucraniano naufragaba en nuevos escándalos cuando el presidente se negaba a designar jefe de gobierno al pro ruso Víctor Yanukovich. La coalición pro rusa dominaba el Parlamento de Kiev gracias a la defección del Partido Socialista, que dejó en minoría a la coalición naranja. La obra de la supuesta revolución se desmoronaba tras un año y medio de desastrosa gestión.

Había llegado el momento de poner en marcha un plan para recuperar credulidad internacional, y sobre todo frente a Irán y el Próximo Oriente. De camino hacia San Petersburgo, Bush se reunió con Ángela Merkel en Alemania y entre las carantoñas simpáticas destinadas a los fotógrafos de prensa lanzaron conjuntamente una seria advertencia a Irán para que dejara de lado su programa nuclear y aceptara las ofertas de la “comunidad internacional”. “No estamos de broma”, remató el presidente norteamericano.

Bush y Merkel en Stralsund, Alemania, 12 de julio: poca broma

Cierto. Dos días antes había comenzado el ataque israelí contra las posiciones de la milicia Hezbollah en el sur del Líbano. El casus belli había sido un ataque que había supuesto la muerte de varios soldados del Ejército israelí y la captura de dos de ellos. Inmediatamente, el gobierno israelí anunció represalias masivas que recibió un muy significativo nombre en clave de operación Cambio de Rumbo. Por primera vez desde la retirada de 2000, el Ejército israelí penetraba en fuerza en territorio libanés. La ofensiva implicó bombardeos extensivos y muchas indiscriminados sobre transportes, comunicaciones, infraestructuras y zonas urbanas, incluso de la misma capital libanesa, Beirut, que provocaron numerosas víctimas civiles, amén de la paralización todo el país.


El asalto israelí no tenía nada que ver con una operación militar precisa y selectiva destinada a liberar a los soldados capturados. Los bombardeos de alfombra sobre poblaciones civiles eran más propios de la doctrina militar soviética o serbia que de la tradición innovadora del Tsahal. Por parte israelí está resultando guerra bastante extraña en sus objetivos estratégicos y sobre todo, en sus más que dudosas rentabilidades políticas. El resultado es que Jerusalén ha terminado por jugar a la defensiva en ambos campos, justamente porque es un agresor sin ambiciones. O al menos, sin ambiciones propias. Porque lo cierto es que este conflicto parece una proxy war, una guerra por delegación, al servicio más de los intereses norteamericanos que israelíes. Es cierto que los ataques del Tsahal han destruido una parte de los emplazamientos de misiles de Hezbollah. Pero en realidad se trata de plataformas móviles y todo parece indicar que las milicias chiíes han recibido cantidades considerables y variadas de cohetes. Por otra parte, los expertos coinciden en afirmar que la destrucción de Hezbollah es más que improbable; y en realidad, gracias a su porfiada resistencia han revalorizado su imagen en el tablero de Oriente Próximo y más allá.

La idea de que, al menos en parte, los israelíes lidian esta guerra al servicio de una gran potencia no es nueva. Tal sucedió en 1956, cuando atacaron a las fuerzas egipcias para facilitar la recuperación del Canal de Suez por británicos y franceses: hay una notable cantidad de información sobre la denominada
“invasión del Tripartito” el denominado Protocolo de Sèvres o la Operación Mosquetero (“Todos para uno, uno para todos”, ya se sabe). Pero en ese caso, ¿qué objetivos intenta cubrir Washington con esta guerra en el sur del Líbano?

Primero, recuperar algún tipo de iniciativa en la zona de Próximo Oriente, dando a entender que ellos también pueden jugar duro y que cuentan con aliados fieles, capaces de llegar en su apoyo hasta las últimas consecuencias. Israel depende de los Estados Unidos para su supervivencia y por ello no duda en demostrarlo, como aviso contra las balandronadas del presidente Ahmadineyad, que no pierde ocasión de pronosticar el final del Estado judío.

Rice vigila a Olmert: A Brutal Friendship


Segundo: presionar a la ONU y en ella a Rusia y China como miembros del Consejo de Seguridad para que no eviten condenar a Irán. Durante casi veinte días, los israelíes han demostrado un olímpico desprecio hacia las Naciones Unidas, que incluso ha cobrado la forma de
tiro al pichón contra un puesto de observadores de esa organización (Finul) con el resultado de cuatro cascos azules muertos. Y por supuesto, los Estados Unidos han bloqueado en el Consejo de Seguridad cualquier resolución contra Israel, como pocas semanas antes hacían China y Rusia con respecto a Irán. Pero esta batalla, al menos, la ganó Washington: el 31 de julio se anunciaba que el Consejo de Seguridad de la ONU aprobó la resolución que marca de plazo hasta finales de agosto “para que Irán ponga fin a sus actividades nucleares bajo la amenaza de sanciones económicas y políticas”. Eso sí, “a petición de Rusia y China, el texto es más suave que otros proyectos de resolución anteriores, que amenazaban a Irán con sanciones inmediatas. La nueva propuesta pide que el Consejo celebre nuevas reuniones antes de considerar las posibles sanciones. El proyecto ha sido aprobado por 14 votos a uno. Qatar, único país islámico del Consejo, votó en contra.” Esta noticia no fue portada de los diarios occidentales: apareció esquinado en páginas bien interiores. Pero era uno de los objetivos de la coalición americano-israelí. Significativamente, una vez votada la resolución, el 1º de agosto, el primer ministro Ehud Olmert anunció en un discurso que Israel estaba ganando la guerra y que “si acabara ahora, Israel habría conseguido éxitos increíbles que cambian la situación y que tendrán influencia en la región durante años”.

Sin embargo, este optimismo es, cuanto menos, dudoso. El problema está en que Washington no sabe muy bien qué hacer con Irán. La opción militar directa parece muy poco probable, sobre todo cuando aún está por solucionar el desastre que supuso la invasión de Irak. Además, un ataque en fuerza necesitaría posiblemente del recurso a las armas nucleares tácticas y eso emponzoñaría toda la región durante años –incluyendo Arabia Saudita o Turquía, por ejemplo- y por supuesto, generaría un desastre económico a escala planetaria que debilitaría también a los Estados Unidos. Paradójicamente, sólo parece contar con la diplomacia europea y con la ONU, a la que desprecia y, como se ha visto, manipula a su antojo.

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