jueves, agosto 10, 2006

El espacio ex otomano, orígen de las crisis actuales (3)


A la izquierda: soldado serbio con piezas de uniforme ruso. A la derecha: oficial serbio con uniforme completo de esa procedencia. 1809.
Acuarelas de Pavle Vasić, 1808-1918 Yниформе Cрпске Boјске, Просвеtа, Београд, 1980

Hace pocos días, Andrés Mourenza se refería en su blog a los apuros sufridos por el embajador norteamericano en Ankara, Ross Wilson durante una conferencia de prensa ofrecida el pasado 17 de julio. El diplomático explicó ante la prensa turca que Washington apoyaba a Israel en las operaciones militares emprendidas “para defender su país”. Ante la aseveración, un periodista turco preguntó si el ejército de su país podría hipotéticamente hacer lo mismo: penetrar en el territorio de un estado vecino (Irak) para destruir las bases de un grupo guerrillero (el PKK) que atacaba territorio turco. La pregunta era más que previsible, pero pillado en pleno renuncio, el embajador sólo acertó a farfullar algo así como: “Eso no debería ocurrir”. La anécdota quedó rematada con un titular bien expresivo del diario “Vatan”, edición del 19 de junio: “İsrail’e öfke ve kıskançlık”: “Cólera y envidia hacia Israel”. Periódico cada vez más popular en Turquía, “Vatan” no rehuye temas delicados y el titular expresaba de un lado el rechazo de la población ante la exhibición de fuerza bruta que está desplegando Israel en el Líbano y Gaza; pero también las libertades que se toma ese país como protegido privilegiado de los norteamericanos.

No muchos días más tarde, el 2 de agosto, algunos díarios, siempre atentos a destacar y ampliar cualquier noticia negativa –real o imaginaria- procedente de Turquía, insertaban una breve nota en la que anunciaban que el general Yaşar Büyükanıt era el nuevo Jefe de Estado Mayor del Ejército de tierra turco en sustitución del también general Hilmi Özkök. Estos medios de prensa –“La Vanguardia” muy en especial- se apresuraron a remachar donde apenas les cupo en la breve nota informativa, que Büyükanıt es un “halcón”, “conocido por su defensa de la línea dura” del cual se espera que “lidere una gran operación militar contra los bastiones de la guerrilla kurda del PKK”. Dado que incluso en internet resulta difícil encontrar información sobre Yaşar Büyükanıt que no sea en turco –y los avezados reporteros españoles “especializados” no tienen ni remota idea de ese idioma- no deja de despertar dudas la procedencia de tal caudal informativo. Máxime teniendo en cuenta que el nuevo Jefe de Estado Mayor hizo unas declaraciones en octubre de 2000, en “Milliyet”, recogidas por Radio Free Europe, en las que afirmaba que “la completa integración de Turquía en la UE era una necesidad geoestratégica”.

Pero aún suponiendo que sí, que Yaşar Büyükanıt fuera un duro puesto al mando del ejército de tierra para lanzar una gran ofensiva contra el PKK –anunciada desde hace meses- ¿qué tendría de extraño, ante el espectáculo de aliado israelí entrando como un elefante en la cacharrería del sur de Líbano? Es, ni más ni menos, que la respuesta turca a la pregunta dirigida al embajador Ross Wilson.

Anécdota, noticia y “vestimenta” de la noticia no son sino un ejemplo más del bien conocido y grosero fenómeno del doble rasero informativo y argumental, tan caro a las grandes potencias y a nuestra prensa, de finos reflejos seguidistas. El fenómeno es antiguo, pero en su forma actual se puede decir que nació en torno a los conflictos que desagarraron al Imperio otomano a lo largo del siglo XIX. Uno de los ejemplos más conocidos es la actitud de Rusia ante sus protegidos en los Balcanes. Una cosa era proclamarse defensora de los pueblos cristianos supuestamente oprimidos por los turcos; otra muy diferente era tener en cuenta las necesidades y deseos reales de los protegidos.


Existen tres ejemplos muy claros de esta actitud. El primero, durante la revuelta serbia de febrero, 1804. En septiembre, una delegación de rebeldes viajó a San Petersburgo y pidió ayuda a Rusia. El zar Alejandro no se decidió por un apoyo en fuerza porque en aquel momento no le convenía enemistarse con el Imperio otomano: el juego de alianzas y el equilibrio de poder era demasiado volátil. Pero la noticia del hecho llegó a Estambul, fue interpretada como una intolerable búsqueda de autonomía, y eso significó ya la guerra formal contra los insurrectos. Los serbios aguantaron como pudieron la represión de las fuerzas otomanas, gracias al genio estratégico de su líder militar y político, George Petrović, que pronto sería conocido como Karadjordje o "Jorge el Negro" [lámina adjunta]. Al año siguiente, tropas rusas invadieron los Principados Danubianos y ofrecieron todo tipo de ayuda a los serbios: armas, dinero, equipos, instructores e incluso tropas de refuerzo. Gracias a ello, en junio de 1807, Karadjordje tomó las últimas fortalezas otomanas en suelo serbio. El 10 de julio de 1807, firmó un tratado de alianza con Rusia. Pero tres días más tarde, el zar Alejandro se entrevistó con Napoleón en Tilsit, se deshizo la Cuarta Coalición y se proclamó la paz continental. A continuación, el ruso firmó un tratado de paz con el Imperio otomano y el 24 de agosto retiró sus tropas de Serbia. Apoyándose en la incapacidad militar del Imperio otomano, los insurrectos lograron erigir su propio estado y resistir algunos años más, pero era evidente que para el zar las conveniencias de la política global eran mucho más importantes que el destino de un pequeño pueblo cristiano y eslavo.

Más lamentable fue la actitud rusa ante la insurrección nacional griega de 1821. La semilla del alzamiento había sido preparada por la Filikí Etería, o “Asociación de Amistad”, una sociedad conspirativa fundada en 1814 por comerciantes griegos en Odesa, en la línea de otras organizaciones similares –carbonarios, anilleros, comuneros, La Garduña- surgidas en los focos revoltosos al orden de la Restauración europea, especialmente en España e Italia. La que durante muchos años fue una “minoría consciente” terminó por cobrar una destacada presencia entre los griegos del imperio debido a dos factores. El primero, la gran movilidad de sus miembros; y además, la insistencia en que existía un compromiso por parte de Rusia para intervenir en apoyo de una insurrección griega que debería ser la punta de lanza para una gran revolución cristiana en todos los Balcanes contra el dominador musulmán. Ese argumento, que demostró ser totalmente falaz gozó de credibilidad a la vista del apoyo que había recibido los griegos por parte de Rusia en anteriores guerras de es apotencia contra el Imperio otomano, y también por el precedente de la insurrección serbia. Aunque había sido aplastada en 1813, siete años más tarde la situación había cambiado notablemente. En 1815 había estallado una nueva revuelta en Serbia, liderada por Miloš Obrenović, un nuevo caudillo que sumaba astucia diplomática a sus capacidades como dirigente militar. Dando una de cal y otra de arena, este hombre había obtenido una salida política a la insurrección militar, pactando en pocos meses con la Sublime Puerta su nombramiento como “Príncipe de la Nación Serbia”, logrando una considerable autonomía política para el país y conservando retener sus milicias como garantía del acuerdo. En parte, Miloš Obrenović había logrado todo esto jugando de farol con un supuesto apoyo ruso que estaba lejos de haber sido concretado.

Algo parecido intentaron los agentes de la Etería con su líder al frente, Aléxandros Ypsilantis [lámina adjunta] el cual había hecho su fortuna en Rusia, sirviendo como oficial en el ejército de este país. El plan consistía en desencadenar la insurrección en los Principados Danubianos, lindante con la frontera rusa. Además, era una plataforma ideal para lograr el apoyo de otras naciones cristianas
ortodoxas, como los moldavos, los válacos o los serbios. Pero a la hora de la verdad todo ello resultó ser un trágico error basado en fantasías. El “Batallón Sagrado” de voluntarios griegos que cruzó la frontera de Moldavia el 6 de marzo de 1821, fue destrozado en tres semanas por las tropas otomanas, sin que los rusos movieran un dedo. De hecho, el zar Alejandro se tomó muy mal el plan y expulsó a Ypsilantis del ejército. Era comprensible: Rusia formaba parte de la Santa Alianza, garante del orden más conservador en la Europa de la Restauración, y no deseaba verse arrastrado a una guerra por iniciativa y conveniencias una sociedad secreta demasiado parecida a las que habían organizado liberales, masones y carbonarios en España e Italia. Por otra parte, las propuestas neobizantinas de un Rigas Feriaos chocaban frontalmente con los objetivos de Rusia en la Cuestión de Oriente: era Rusia la llamada a recomponer el Gran Imperio Romano de Oriente, no Grecia.

Un mortal doble rasero: los grandes gestos rusos hacia los súbditos cristianos del sultán no eran de matiz ideológico, sino estratégico. Los griegos obtuvieron su independencia gracias al apoyo inesperado de los voluntarios y apoyos políticos filohelenos desde Occidente; y sobre todo, de la escuadra anglo-francesa que en 1827 hundió a la flota otomano-egipcia en el puerto de Navarino. Pero la guerra que desencadenaron los rusos a continuación ya no estaba destinada a ayudar a los griegos, sino a destruir el Imperio otomano. Y para ello, esta vez, armaron a voluntarios armenios en el frente de Anatolia oriental.

En 1877, las tropas rusas volvieron a repetir la mis a estrategia: distribuyeron armas a las comunidades armenias para provocar acciones de guerrilla o levantamientos insurreccionales que sirvieran de apoyo a su ofensiva en el Cáucaso y Anatolia oriental. El fomento del nacionalismo armenio no se basó sólo en ese tipo de acciones. Por ejemplo, a mediados del siglo XIX, la ingerencia exterior contribuyó a minar decisivamente el carácter religioso de los millets, la conocida institución otomana que desde 1453 constituía una muy flexible entidad administrativa de carácter autónomo para las principales confesiones religiosas no musulmanas del Imperio.

El resto de las potencias pronto aprendieron a aplicar el mismo doble rasero cínico que utilizaban los rusos con los súbditos cristianos del Imperio otomano, sin tener en cuenta las consecuencias para esos pueblos. Así, en 1878, el patriarca armenio de Constantinopla, Mgrditch Khrimian [lámina adjunta] que inicialmente se había declarado leal al estado otomano e incluso había hecho un llamamiento para que los armenios tomaran las armas contra el invasor ruso, organizó una delegación que acudió al Congreso de Berlín para conseguir de las grandes potencias el apoyo necesario a fin de obtener lo que búlgaros, rumanos y griegos habían logrado. Ni los rusos ni las potencias signatarias del Congreso de Berlín atendieron las peticiones armenias porque estaban ante un caso más complicado que el de cualquier país balcánico: comenzando por el hecho de que los armenios no eran mayoría poblacional en ninguna de las seis provincias anatolias en las que se concentraban y resultaba imposible recrear sobre esas bases la realidad de cualquier nación balcánica.


Pero sobre todo, a los rusos les interesaba mantener en el corazón del Imperio otomano una minoría étnica persistente y crecientemente descontenta con Estambul. Esa situación se agravó con la llegada masiva de refugiados procedentes de las limpiezas étnicas de población turco-musulmana perpetradas por los nuevos estados balcánicos. En esa práctica también Rusia daba lecciones, pues a partir de 1861 comenzó a expulsar masivamente circasianos y abjazos en dirección a Anatolia. Los armenios se quejaban de que la presión demográfica y poblacional iba en su contra y que los recién llegados, extremadamente pobres, amenazaban sus tierras en los vilayets o provincias orientales de Anatolia, donde se concentraba la mayor parte de la población armenia. Ese problema alcanzó cotas dramáticas a partir de 1878, cuando decenas de miles de musulmanes fueron expulsados o escaparon de los Balcanes y Rusia y se establecieron en el Imperio otomano, en ocasiones vecinos a las tierras o propiedades de la población armenia en los confines orientales de Anatolia. Como cualquier otra minoría bienestante, los armenios pronto comenzaron a protestar contra lo que consideraban una maniobra del gobierno para presionarles o forzar un desalojo gradual.

Esta situación envenenó las relaciones entre la comunidad armenia y las autoridades otomanas a lo largo del último cuarto del siglo XIX. A ello contribuyó en no escasa medida la actitud de la política exterior rusa, que una vez más, ni quiso ni pudo apoyar a los nacionalistas armenios. La reacción de las grandes potencias a la paz de San Stefano y la creación de una Gran Bulgaria ya fue suficientemente enérgica como para que, pocos meses más tarde, se dignaran apoyar el surgimiento de una Gran Armenia independiente, fiel a Rusia. En tal sentido, la delegación de Khrimian se cavó su propia tumba política al acudir a la Conferencia de Berlín, en 1878: era virtualmente imposible que las potencias occidentales contribuyeran a una mayor influencia rusa en los destinos del Imperio otomano cuando precisamente se había reunido en Berlín para impedir eso. Por otra parte, los mismos rusos poseían una importante población armenia en su territorio y veían con desconfianza la posibilidad de crear un estado independiente al otro lado de su frontera.

Pero el principal problema terminó siendo que las mismas nacionalidades minoritarias del Imperio otomano se acostumbraron a demandar la intervención de las grandes potencias para dirimir sus diferencias con la sublime Puerta o entre ellos mismos. Los serbios en 1804 y los griegos en 1821 habían mostrado el camino: la llamada de auxilio podía funcionar desde un primer momento –como en el caso de los serbios- o fracasar, como le ocurrió a Aléxandros Ypsilantis. Pero si los insurrectos resistían y sobre todo, eran capaces de encajar pérdidas humanas durante algún tiempo, alguien terminaba llegando desde el exterior con la ayuda militar necesaria. Este mecanismo se repitió en los Balcanes en innumerables ocasiones, desde 1804 hasta 1999, haciendo de esa península uno de los territorios con mayor número de intervenciones militares y diplomáticas del mundo.

Pero en realidad, el fenómeno se extendió a todo el territorio del Imperio otomano, haciendo de sus restos el gran criadero de crisis irresolubles del siglo XX y comienzos del XXI: Líbano, Palestina, Irak, el Kurdistán o el Cáucaso configuran esa constelación de problemáticas en las que, junto con Bosnia, Kosovo o Macedonia se entrelazan enfrentamientos interétnicos más o menos reales, con intervenciones internacionales mal resueltas, disfrazadas de intereses geoestratégicos a veces un tanto anacrónicos. Es cierto que en la actualidad se mezclan en algunos de ellos nuevas y muy reales motivaciones, como el trazado de los oleoductos procedentes del Caspio. Pero no deja de ser sintomático el hecho de que incluso tales disputas se disfracen con los viejos ropajes emocionales de antaño: por ejemplo, la apelación al genocidio armenio de 1915 en medio de las negociaciones para el acceso de Turquía a la Unión Europea. Y más todavía, que tales planteamientos posean todavía un enorme tirón emocional en Occidente, maestro de mitos nacionales y nacionalistas para toda el área del desaparecido Imperio otomano.

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