viernes, octubre 06, 2006

El contencioso armenio-turco (2): Fisky bussines



Imagen superior: Un "commando" de guerrilleros bóers, 1901. Abajo, voluntarios armenios procedentes de los USA, antes y después de haberse alistado para luchar contra los turcos. Posiblemente se trata de combatientes de la guerra turco-armenia de 1920. De todas formas, uno de ellos muestra lo que, según Nogales, parece haber sido un arma muy característica de esas fuerzas ya en 1915: una pistola ametralladora Mauser.

Por lo tanto, Robert Fisk va y se deja en el tintero cualquier alusión a la carnicería del frente del Cáucaso durante la Gran Guerra. La razón es la de siempre: no le conviene a la delicada arquitectura de sus argumentos. Pero al hacerlo no le interesa tanto la causa que defiende, como llevar la razón. Prefiere suponer que sus lectores son unos incultos o que le aplaudirán absolutamente lo que diga, antes que cambiar una coma.

Desde la misma entrada del Imperio otomano en la Gran Guerra, el frente del Cáucaso se convirtió en una pesadilla. La temeraria ofensiva lanzada por el Tercer Ejército otomano a través de las montañas, en diciembre de 1914, con una temperatura de - 40º, fue una locura que se saldó con unas bajas devastadoras en la batalla de Sarikamiş. La destrucción de dos cuerpos de ejército completos supuso la pérdida de unos 140.000 hombres, entre muertos y prisioneros. Ni siquiera se llegó a aclarar cuál era el objetivo estratégico o político del ataque.


El aventurero y mercenario venezolano Rafael de Nogales combatió al servicio del Imperio otomano contra rusos e insurgentes armenios en el frente del Caúcaso. Su autobiografía, publicada en inglés, es una fuente muy interesante de detalles sobre el alcance real del alzamiento armenio en 1915 y las intenciones de las campaña de deportación. Se publicó en inglés bajo el título: Four Years Beneath the Crescent, Sterndale Classics, London, 2003

Un mes antes de esta temeraria aventura, nada más comenzar las hostilidades, en noviembre de 1914, empezaron a producirse incidentes en la inmediata retaguardia de las tropas otomanas que combatían en el Cáucaso. El alto mando temía el estallido generalizado de la insurgencia armenia, sobre todo cuando se produjo la catastrófica derrota de Sarikamiş y con los ejércitos Tercero y Cuarto severamente vapuleados. Eran muy escasas las carreteras en condiciones y las vías férreas que llegaban hasta aquellos apartados parajes, y las acciones guerrilleras podían dejar a las fuerzas otomanas peligrosamente desabastecidas. Finamente, en abril de 1915, unidades de insurgentes bien abastecidas por los rusos con armamento moderno, lograron tomar la ciudad de Van, al borde del lago homónimo. Aunque las tropas turcas alcanzaron a cercar la ciudad, los rusos consiguieron liberar a los atrapados armenios en mayo. Mientras tanto, en el vilayet de Van tenían lugar masacres indiscriminadas de población armenia, al parecer perpetradas por kurdos y circasianos.

El 24 de abril, a poco de haber comenzado la insurrección de Van, Enver Paşa, en su calidad de jefe del Estado Mayor otomano, emitió una directiva por la cual se instituía que los armenios constituían un peligro para el esfuerzo de guerra y se establecía un plan a fin de evacuar a la población civil de esa nacionalidad residente en los seis vilayets de Anatolia oriental, la localidad y comarca de Zeytun y el área al sur de Diyarbakır. Los armenios deberían ser trasladados a Irak, básicamente al valle del Eufrates, Urfa y Süleymaniye. La deportación no sería completa: el objetivo era reducir la población Armenia a no más de un 10% del total de turcos, kurdos y circasianos en las zonas afectadas.

Hasta qué punto esto fue una mentira de principio a fin y la verdadera intención de Enver Paşa fue liquidar a la población armenia en su conjunto, es materia de debate historiográfico. No para Fisk, por supuesto. Pero es que él se permite dar por buenas pruebas más que dudosas. En la página 452 de su libro, cita como verdad incontrovertible un telegrama de Talaat Paşa al gobernador de Alepo anunciándole la decisión gubernamental de liquidar a la población armenia. En realidad, se trata de uno de los documentos supuestamente recogidos durante el final de la Gran Guerra por un tal Aran Adonian, autor de una obra publicada en 1920, en francés e inglés, titulada: Las memorias de Naim Bey. Documentos oficiales turcos relativos a la deportación y masacre de armenios. El citado Naim Bey habría sido un funcionario otomano de Alepo, que tras la entrada de los ingleses en la ciudad, le cedió a Andonian los documentos incriminatorios. Sin embargo, nunca aparecieron los documentos originales, el mismo Andonian dijo que se había extraviado y en e libro se exhiben fotografías. Ni corto ni perezoso, Fisk le enmienda la plana al mismo Andonian y afirma que el telegrama citado por él es un documento original.

Pero en todo caso, en 1983 los historiadores turcos Şinasi Orel y Süryya Yuca publicaron a su vez un análisis que pretendía demostrar la falsedad de los documentos, analizando uno por uno. Entre ellos está el telegrama citado por Fisk. Desde entonces, la labor de Orel y Yuca ha levantado importantes dudas sobre la autenticidad de los “papeles de Andonian”. Ante eso, uno se puede alinear sin fisuras con la
facción más dura de la causa armenia y negar la negación denunciando a los historiadores turcos como unos repugnantes revisionistas. Es una opción más política que académica, pero moralmente lícita. Pero en el caso de Fisk, lo sintomático es que no cita para nada la procedencia de su telegrama, que es el número XIV de los expuestos en su día por Andonian. Él mismo es consciente de que esa documentación puede estar perfectamente falsificada.

Una vez más, una y otra vez, los viejos trucos de Fisk. Esconde bajo la alfombra aquello que no le cuadra; pero es muy consciente de por qué lo hace. Las deportaciones de población armenia degeneraron (o se convirtieron en) genocidio, fuera éste total o parcialmente planeado o más o menos involuntario. Ésta es la cuestión a debate, que incluso historiadores turcos como Taner Akçam están afrontando con valentía. Pero el problema es la gente como Fisk, que se entrometen con su santa ira, con el objetivo de demostrar que poseen la razón absoluta: y para ello no les importa dañar la causa que dicen defender. Porque entrar como un toro en una cacharrería, mezclar lo cierto con lo incierto o lo falso y eliminar lo que no cuadra en el rígido esquema, es la mejor manera de introducir dudas y restar credibilidad a largo plazo.

En su reputada obra dedicada a la Monarquía de los Habsburgo, 1809-1918, el historiador británico A.J.P. Taylor recuerda que el profesor Tomáš Masaryk, padre de la independencia checoslovaca tras la Gran Guerra, denunció la falsedad de unos manuscritos con poemas que los nacionalistas más fanáticos se empeñaban en datar en la Alta Edad Media (Rukopisy královedvorský a zelenohorský). Masaryk “creía que la nación checa sólo podía conseguir la libertad sobre la base de la verdad, especialmente la verdad de que los `derechos estatales´ de Bohemia eran una tradición gastada y artificial” (pag. 230).


No todo vale: Tomáš Masaryk, padre de la independencia checa, denunció que el recurso a la falsificación o la mixtificación pueden arruinar una causa política, lo cual le acarreó muchas enemistades en su propio campo.







Más recientemente, en la primavera de 2005, Enric Marco, el presidente y portavoz de la Amicale Mathausen fue desenmascarado como impostor por el historiador Benito Bermejo. Nunca había sido un deportado, nunca había pisado los campos de Flossenburg ni Mathausen. A lo largo de un cuarto de siglo dio conferencias, entrevistas, charlas en colegios, llegó a escribir una autobiografía y hasta se inventó un número de deportado: el 6.448. En su defensa, el anciano pergreñó una excusa patética: debía tenerse en cuenta que los horrores relatados eran ciertos y reales, aunque no los hubiera sufrido en sus propias carnes. Lo importante para él, decía, era
“difundir mejor el sufrimiento de las víctimas”. Por supuesto, nadie aceptó una lógica así.

Lo interesante aquí es considerar que Enric Marco, como muchos periodistas-azote, se llegó a creer su propia excusa. Prescindiendo de los medios, el fin se convierte en una causa legítima desde el mismo momento en que el agitador vanidoso lo elige por bandera, mientras que la causa real es él mismo. ¿Es una planteamiento válido? En 1917, Marcel Duchamp revoluciomó el mundo del arte cuando presentó en la galería Grand Central de Nueva York un
urinario como si fuera una obra escultórica. El escándalo fue mayúsculo, pero el argumento era una verdad como un puño, porque Duchamp rechazaba que el arte y el artista poseen una “naturaleza especial”. La mercantilizada sociedad del siglo XX, con el respaldo de los medios de comunicación, había llegado a asumir que un creador convierte en artística cualquier cosa que fabrica con sus manos o designa como tal.

Como tantos otros periodistas-azote, Robert Fisk está tan imbuido del equivalente periodístico de esta idea que denunciaba Duchamp, que ni se molesta en disimular sus contradicciones. Lo que él designa como causa justa con su dedo justo y genial, lo es sin lugar a dudas. En la página 488 de su libro, nos cuenta que Neil Frater, un funcionario del Ministerio del Interior británico, perteneciente a la denominada Unidad de Igualdad Racial, rechazó por carta la petición de un empresario francés de origen armenio en la cual pedía que el gobierno de Londres concediera el mismo trato ceremonial al Holocausto judío y al genocidio armenio. A Fisk le escandaliza que Frater respondiera que el gobierno británico había considerado también las peticiones de considerar otas atrocidades tales como “las cruzadas, la esclavitud, el colonialismo, las víctimas de Stalin y la guerra de los bóers”. Ante lo cual Fisk apunta caústicamente: “El genocidio armenio se encontró de pronto colocado por el gobierno junto a la guerra emprendida por el papa Urbano II en el siglo XI contra los musulamanes de Oriente Próximo”. Y añade que el principal del Colegio Evangélico Armenio de Beirut, deplorando la respuesta de Frater, “sostuvo de modo convincente” [sic] que “cualquier conmemoración seria debe incluir la etiología del genocidio, en particular los del siglo XX, sobre todo si el olvido de uno alentó el siguiente”.

Por lo tanto, el principal del Colegio Evangélico Armenio estaba señalando muy claramente (aunque es posible que no de forma consciente) a la guerra de los bóers que Frater citó en su carta y que Fisk evitó muy cuidadosamente considerar en su libro, dirigiendo su santa ira hacia el absurdo de tomar en consideración las cruzadas.

La Segunda Guerra de los Bóers se desarrolló en el tránsito exacto del siglo XIX al XX: 1899-1902 y fue provocada por un problema de inmigración masiva: miles de ingleses habían llegado al Transvaal, tras el descubrimiento en 1887 del mayor filón de oro del mundo, en Witwatersrand. El Transvaal era una suerte de gobierno autonómico de los bóer o afrikaner, es decir, colonos de origen holandés, que los británicos habían reconocido tras las humillaciones militares sufridas durante la Primera Guerra de los Bóers (1880-1881). A finales del siglo XIX, las autoridades bóer del Transvaal negaron derechos electorales a la población inmigrante británica e impusieron pesadas cargas fiscales sobre la extracción de oro en las minas de Witwatersrand. En plena era del imperialismo, la respuesta de los británicos fue la esperada: autoridades coloniales y propietarios de minas se las arreglaron parar provocar una guerra destinada a anexionarse las repúblicas bóer.













"La proverbial caballerosidad del soldado británico", es el título de esta caricatura publicada por la prensa francesa a comienzos de siglo XX. La imagen intenracional de Gran bretaña durante la Segunda Guerra de los Bóers quedó muy deteriorada por los excesos cometidos contra la población civil en el proceso de la campaña contrainsurgente.


Pero no fue un paseo militar. La primera fase de la Segunda Guerra de los Bóer (octubre-diciembre, 1899) resultó un rosario de humillaciones para el Ejército británico. Después, a partir de febrero de 1900, la llegada masiva de refuerzos cambió el signo de la guerra. En junio, la invasión de las repúblicas bóer se había consumado. Pero entonces, estos pusieron en marcha una guerra de guerrillas que volvió a descolocar a los británicos durante meses, de forma similar a como lo harían los insurgentes armenios con las tropas otomanas quince años más tarde. Durante la campaña contra los “commandos” o grupos de combatientes bóers, los invasores desarrollaron todo el arsenal de medidas anti insurgencia que devendrían clásicas en el siglo XX (algunas, todo hay que decirlo, inspiradas en las que habían aplicado los españoles en Cuba, pocos años antes). Entre ellas, la apertura de campos de concentración: hasta 45 para la población blanca bóer y 64 para africanos. La gran mayoría de esos establecimientos acogían a ancianos, mujeres y niños, dado que los hombres eran mayormente combatientes y fueron internados en otro tipo de campos, casi todos en el extranjero. Allí, la mala alimentación, las deficientes condiciones higiénicas y la carencia de atención médica provocaron la muerte a un total de 27.927 internos, de los cuales 22.074 eran niños menores de 14 años, además de unos 20.000 africanos negros. Desde luego, no son cifras absolutas comparables a las de armenios muertos en 1915. Pero en términos relativos suponen que un escalofriante 25% de los bóers internados (niños, en su inmensa mayoría) murieron en los campos. Los datos no hacen referencia a los fallecidos con posterioridad, como consecuencia de las secuelas del internamiento.


Imagen superior: niño muerto de inanición en un campo de internamiento británico para población civil bóer. Abajo: víctima infantil de la deportación armenia, 1915

Así que, por mucho que le remueva su particular vena nacionalista a Robert Fisk, la masacre de población civil bóer en 1900 fue el primer genocidio del siglo XX. Es cierto que una comisión del gobierno británico visitó los campos en 1901 y a finales de año logró reducir la tasa de mortalidad. Pero el mal estaba hecho, fuera de quien fuera la responsabilidad y su intención real, asunto sujeto a debate, cómo no. En cualquier caso, aún hoy se pueden rastrear por la red una serie de webs que piden limosna de recuerdo histórico para un genocidio que políticamente no conviene recordar.

Por lo tanto y en definitiva, ahora que el Parlamento Europeo ha retirado de su último informe (27 de septiembre) la exigencia de que el gobierno de Ankara reconozca el genocidio armenio como condición para el acceso a la Unión Europea (dado que, lógicamente, “no constituye formalmente uno de los criterios de Copenhague como tal”) quizá sería el momento de que el gobierno turco ofreciera un compromiso formal para el debate del asunto en el marco de una magna conferencia sobre los genocidios europeos en el siglo XX: aquellos que los franceses cometieron en Argelia, Madagascar y otras colonias, los campos de concentración bóer y otros abusos firmados por las autoridades británicas, los excesos llevados a cabo por los holandeses en las entonces Indias Orientales (aquí no se libra nadie), los italianos en Etiopía y Libia, y tutti quanti. Eso si: la conferencia de expiación colectiva debería celebrarse tan pronto Turquía accediera como miembro de pleno derecho a la UE, y no antes. De esa forma, los turcos asumirían sus culpas junto con las de sus hermanos europeos. No hace muchos días, el director de cine polaco Krzysztof Zanussi comentó en una entrevista que el genocidio armenio fue el primero del siglo XX: “Y eso indica que Turquía formará parte de la Unión Europea” (“El Periódico”, domingo 24 de septiembre, 2006, contraportada, entrevista de Arturo San Agustín). En muchos aspectos, una respuesta con la cortante precisión de un bisturí.

Volviendo brevemente al periodista-azote protagonista de estos post, el ninguneo del genocidio bóer indica bien a las claras que Fisk está tan pagado de sus argumentos que no siempre se molesta en esconder las contradicciones que potencialmente –más allá de los lectores que él parece considerar verdaderos tontorrones- dan pie al fiskeo e invalidan sus tesis. Quizás está tan satisfecho de haber originado un término como “fisking”, que se esfuerza en promoverlo.

Pero, en todo caso, no quiere oir hablar de otras propuestas de genocidio que rebajen su idea (en absoluto original) de equiparar el Holocausto judío a un hipotético Holocausto armenio. Y eso es así, porque sabe perfectamente que hablar de un Holocausto ucraniano, polaco, bóer, herero, indio, pakistaní, y todos aquellos de la interminable lista del siglo XX, rebajaría la graducación de su brillante propuesta. El problema está en que Fisk, como periodista-azote devoto de él mismo como su propia causa, ni siquiera se detiene a considerar el daño real que puede hacerle a aquellos que dice defender. Resulta evidente que el gobierno israelí se cierra a la posibilidad de asimilar oficialmente la Shoah judía al genocidio armenio. Hay razones variadas para ello, todas de peso. Pero una a considerar es la viga que cuelga en el ojo de Fisk: a él se le antoja que las consideraciones de los diversos genocidios del siglo XX, a la misma altura que el judío y el armenio, degradan su trágica exclusividad histórica. Y las autoridades israelíes –y muchos judíos- consideran con bastante lógica que la consideración de otros genocidios al mismo rango, degradan la exclusividad histórica de la Shoah. De momento las cosas están así y la victoria obtenida por Fisk consiste en haber logrado cambiar las reglas de estilo de su periódico: en “The Independent” se escribe Holocausto armenio con mayúscula.

Pero el problema va más allá. ¿Qué ocurriría si tras este asunto se anduviera gestando desde hace tiempo una campaña de la derecha dura europea –incluso la extrema derecha- para equiparar a todos los efectos la Shoah judía, el genocidio armenio y el
Holodomor o genocidio ucraniano de 1932-1933? Pues ocurriría que la culpa de los nazis quedaría relativizada en virtud de que tanto los bolcheviques rusos como los turcos (pueblo musulmán) también habrían cometido similares crímenes, pero con menor eco histórico. Y además, los judíos no serían las únicas víctimas con derecho a reclamación universal, sino también los armenios, es decir, pueblo cristiano, no lo olvidemos. Que además aportó voluntarios a las tropas alemanas durante la Segunda Guerra Mundial, cosa que recuerdan complacidos algunos foros neonazis. Decididamente, los periodistas-azote pueden conseguir que las cosas vayan a peor.

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