jueves, octubre 05, 2006

El contencioso armenio-turco (1): Un ejercicio de fiskeo




Robert Fisk, clásico periodista-azote: encantado de haberse conocido


Me resistí durante bastante tiempo a comprar el voluminoso libro de Robert Fisk, La gran guerra por la civilización. La conquista de Oriente Próximo (Destino, Barcelona, 2006). Aunque recuerdo algunos artículos interesantes de Fisk referidos a las guerras balcánicas, no me cuento entre los admiradores del conjunto de su obra. Pero aún así, no poseía una razón muy precisa para tal actitud, al margen del precio que supone un mastodonte editorial de mil y pico páginas. Muy posiblemente, en el fondo latía una desconfianza bastante fundada hacia los periodistas que se empeñan en escribir mucho, y no contentos con ello editan enormes volúmenes con sus aventuras personales. Los libros de memorias periodísticas, son similareas a las que escriben los políticos al final de su vida activa. Hay ahí un desesperado y molesto intento por justificarse y sobre todo, por tener razón, siempre y en todo momento.

Pero al fin y al cabo, un político es un protagonista, mientras que un periodista, en principio, es un observador. Mal asunto si va de agitador político; y peor aún si pretende envolver el correspondiente panfletito con justificaciones académicas. Un periodista no es nunca “un soldado del pequeño ejército de historiadores que escriben la historia al pie del cañón”. O mejor dicho: puede que algún día los “soldados de la prensa” fueran eso que dice admirar Fisk: durante la Segunda Guerra Mundial, cuando los órganos de prensa eran una extensión de las oficinas de propaganda gubernamentales. Pero eso ya queda un poco lejos en el tiempo. Recordemos brevemente a Jorge M. Reverte en Perro come a perro: los medios de comunicación son empresas, son negocios, incluyendo el maravilloso “The Independent” para el que trabaja Robert Fisk. Y en ese sentido,
citando a Reverte, “la buena marcha de un periódico se centra cada vez más en la demanda, es decir, en la capacidad para interpretar los deseos del público como elemento que desplaza al impulso de contar bien la realidad y proporcionar los elementos necesarios para su análisis”. Por lo tanto, el periodista profesional no debería jugar a ser un agitador de masas; su producto deber ser variado y fresco, y no pesadas tartas a medio cocinar llenas de espesantes y edulcorantes.

Pero si es así, si el plumilla se convierte a su propia religión privada y vierte en ella artículos de fe, jaculatorias, mantras y excomuniones, entonces deviene un “periodista azote” (“professional journalistic scourge”). Este tipo de profesional de la prensa, que existe en casi todos los medios, se identifica por defender ferozmente su propia causa, que es literalmente su propia causa, aunque pueda parecer que se trata de una opción política o ideológica determinada. Justamente por eso, suele ser un problema para la causa concreta que dice defender, porque lo importante para él es llevar siempre la razón. Como no acepta la crítica ajena, ni se aplica jamás la autocrítica, la contumacia funciona como una apisonadora que llegado el caso y si la vanidad del periodista azote lo reclama, puede incluso pasar por encima de los pobres defendidos. En último término, este tipo de actitudes –en el fondo tan aburridas para el lector común- se sustentan sobre un público fiel que aplaudirá a rabiar cualquiera de sus exageraciones, distorsiones o tergiversaciones.

Desde ese punto de vista, Robert Fisk es uno de los más célebres “periodistas azote” de Europa. Tanto es así, que su controvertida labor ha generado una expresión: “fisking”. El término se ha vuelto tan usual que incluso posee una entrada propia en Wikipedia, que incluye una breve historia del mismo (ya se remonta a 2001) y propuestas para varias definiciones. Se ha impuesto la
siguiente: "A point-by-point refutation of a blog entry or (especially) news story. A really stylish fisking is witty, logical, sarcastic and ruthlessly factual; flaming or handwaving is considered poor form. Named after Robert Fisk, a British journalist who was a frequent (and deserving) early target of such treatment."

Por mi parte, me permito añadir mi propia definición, que además ofrezco traducida al inglés, a mayor gloria de la blogsfera:

Fisking: to uncover the conceptual legerdemain of a professional journalistic scourge in the most elegant and concise manner possible”.

Y ya para utilización del público hispanohablante: “Fiskeo: acción de poner en evidencia los manejos argumentales del periodista azote de la forma más elegante y concisa posible”. Y para rematar la oferta, la acompaño con un (relativamente) breve ejercicio de fiskeo relacionado con la percepción que el mencionado autor ofrece del célebre contencioso historiográfico (y ya político) del comúnmente denominado genocidio armenio de 1915, recogido en el capítulo 10, páginas 450-500 del ya citado grueso volúmen.

A diferencia de otros capítulos, en éste el autor va muy rápidamente al grano, ya desde el mismo título. Fisk se vuelca en demostrar que el Holocausto de los judíos a manos de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, es heredero directo del genocidio cometido por las fuerzas de seguridad otomanas durante la contienda anterior, en 1915. En realidad, Fisk insiste obsesivamente en ese esquema porque, según él, las matanzas de armenios constituyen un verdadero Holocausto, con H mayúscula, digno de figurar junto al judío en todas las conmemoraciones habidas y por haber, año tras año, urbi et orbi.

Forma parte de la teoría expuesta por el periodista británico el hecho de que la liquidación masiva de poblaciones armenias en la primavera de 1915 fue una decisión tomada con premeditación por las autoridades otomanas en un paralelismo casi exacto con el proceso de “Solución Final” de los nazis alemanes con respecto a los judíos. En palabras del mismo Fisk: “El paralalelismo con Auswichtz no es frívolo. El reinado del terror de Turquía contra el pueblo armenio fue un intento de destruir la raza armenia” (pag. 452). Obsérvese la forma de manejar el lenguaje: no habla de las autoridades del Imperio otomano, sino de Turquía; y menciona a la “raza armenia” como presunta definción ajena, dado que él habla del “pueblo armenio”.

En su intento de establecer paralelismos entre la Solución Final y la liquidación de las poblaciones armenias en 1915, Fisk no duda en hacer juegos malabares con detalles grotescos. Por ejemplo, nos explica que “a ochenta kilómetros al norte de la fosa común de Margada [en Siria] se encuentra otro pequeño Auschwitz, una cueva a la que los soldados turcos llevaron a miles de hombres armenios durante las deportaciones. Boghos Dakessian y yo la encontramos con bastante facilidad en medio de lo que es hoy un campo petrolífero sirio (…) Se extendía a lo largo de un kilómetro bajo tierra. “Aquí mataron a unos cinco mil de los nuestros –dijo Dakessian con cierto disgusto de estadístico ante la imprecisión-. Los metieron en la cueva y luego encendieron una hoguera aquí, en la entrada, y llenaron la cueva de humo. Se asfixiaron. Tosieron y tosieron hasta morir”.

“Hicieron falta varias segundos para que el significado histórico de todo eso se hiciera evidente” –continúa Fisk dejando en suspenso al lector y dándole una breve ventaja para que haga un esfuerzo y se sitúe a su mismo nivel deductivo. “Ahí, en el frío y árido desierto, los turcos habían convertido esa hendidura en la corteza terrestre en la primera cámara de gas del siglo XX. Los principios básicos del genocidio tecnológico empezaron ahí en el desierto sirio, en la minúscula boca de esa cueva inocente, una cámara natural excavada en la roca”.

Como quedó claro en la definición, el fiskeo no debe ser demasiado prolijo, porque entonces se puede hacer tan aburrido o fastidioso como el texto fiskeado. Eso resulta un poco frustrante, porque el autor recurre a un arsenal argumentativo tan grotesco como divertido, al forzar paralelismos imposibles. Por ejemplo: un padre de familia armenio decide tatuar las iniciales de la familia en los brazos de sus hijos por si se perdieran en el marasmo de la deportación. “Identidades tatuadas”, deja caer Robert Fisk sin más comentarios, guiñando el ojo a su público. No lo explicita, pero se refiere, como no, a la identidad numérica que los nazis tatuaron a los judíos internados en los campos de concentración. ¿También se inspiraron en el caso de la familia Papazian que el periodista descubre en una perdida aldea siria en el año 1992? Sus lectores más crédulos e incondicionales cerrarán los puños y lanzarán un entusiasta: "¡Si!" Muchos de los demás se quedarán con la duda. Y el truco ha funcionado una vez más.

Detalle de los planos del arquitecto Werkmann para el edificio de los hornos crematorios de Auschwitz, proyecto inspirado a su vez en el del ingeniero Prüfer. Noviembre de 1941. Ilustración reproducida en el libro citado de Jean-Claude Pressac


Si Robert Fisk representa al periodismo de investigación británico, desde luego éste no queda muy bien parado. Nuestro autor parece desconocer las obras más elementales sobre la tecnología del Holocausto. O no leyó la obra de Jean Claude Pressac en la que relata minuciosamente el proceso de planificación y construcción de las cámaras de gas con todos los problemas técnicos y soluciones que les supuso a sus creadores: Les crématoires d´Auschwitz. La machinerie du meurtre en masse (CNRS Éds., Paris, 1993). No menciona ni media palabra sobre la polémica Daniel Jonah Goldhagen vs. Christopher Browning en torno a las raíces sociales genuinamente alemanes del Holocausto. Y posiblemente prescindió de echar un vistazo a las últimas investigaciones, serias y académicas, sobre los orígenes precisos de la decisión y planificación de la Solución Final.

Este es el gran problema de Fisk: tergirversa en profundidad, sugiere pistas que no verifica y esconde lo que no le conviene. Y riega todo ese menú con una sabrosa salsa de santa indignación. Porque Fisk, como buen periodista azote, es un autor “enragé”. De esa forma, consigue atemorizar al lector, que inconscientemente renuncia a polemizar con él, incluso en la invulnerable intimidad del café con leche mañanero. Y por otra parte, ¿cómo iba a mentir un hombre tan bien intencionado, tan absolutamente imbuido de razones, que su certidumbre se transforma en cólera divina? Pues sí. Lo hace.

La primera decepción llega pronto, ya en la página 455. Robert Fisk está tan embebido en el esfuerzo de demostrar que las autoridades otomanas anticiparon punto por punto lo que harían los nazis alemanes un cuarto de siglo más tarde, que no duda en esconder bajo la alfombra lo que no cuadra en su esquema. Es decir, miente por omisión. Y ahí se le ve la huella del oficio, porque éste es un tipo de falsedad más propio de un periodista o un político que de un académico. Regresemos a las técnicas del fiskeo clásico. A la hora de explicar por qué las autoridades otomanas deciden organizar la deportación masiva de armenios en la primavera de 1915, afirma que ello fue debido a que “alentados por su victoria sobre los aliados en los Dardanelos, los turcos se lanzaron sobre los armenios”. Y a continaución se apoya en Winston Churchill: “Bien pudiera ser que el ataque británico en la península de Gallípoli estimulara la implacable furia del gobierno turco”. Apostilla que la obra de referencia es La crisis mundial, “un libro casi tan olvidado hoy como los propios armenios”. Es lógico: fue publicado en 1927, y por entonces, Winston estaba muy interesado en justificarse, dado que la operación de desembarco en Gallípoli fue una idea suya, y suyo el bochorno consiguiente. Con la frase barre hacia su casa. Es como si argumentara: “Si la operación hubiera sido bien ejecutada o se hubiera llevado hasta el final, se hubiera posido evitar la masacre de los armenios”. O también: “El desembarco afectó de forma sustancial a los turcos, no fue una nadería”. Para Frisk la clave está en que “sin duda”, la victoria de los Dardanelos sobre los ejércitos británico y australiano “proporcionó al régimen turco una renovada y decidida confianza”.


Conocida fotografía de Mustafa Kemal en las trincheras de Gallípoli, donde comandó la 19ª División. La carencia de reservas y artillería llegó a ser tan crítica que en una ocasión se utilizaron cañones sacad0s del Museo Militar de Estambul.

Cuesta creer que en este caso Fisk no se haya tomado la molestia de comparar los datos cronológicos más elementales. Los desembarcos en Gallípoli se iniciaron el 25 de abril de 1915, mientras que las órdenes para iniciar las deportaciones de población armenia se dieron el 25 de mayo de ese mismo año. Por entonces, el régimen otomano no vivía en un estado de “decidida confianza” sino todo lo contrario: el Ejército estaba con el agua al cuello en Gallípoli, aguantando con dificultad y enormes bajas los ataques de las fuerzas anglo-australianas y neozelandesas (ANZAC). Todo esto sucedía muy cerca de Estambul. Y por cierto, vale la pena decir que las tropas que defendían la zona no eran “turcas”, calificativo abusivamente urilizado por Fisk, sino otomanas, en el sentido de que los integrantes de las divisiones presentes en la zona eran turcos y árabes.

Gallípoli no era el único problema serio de la Sublime Puerta. Justamente, el 14 de abril de 1915 el Imperio británico lanzaba otro ataque contra el Imperio otomano con fuerzas anglo-indias desembarcadas en Mesopotamia (actual Irak) ya en noviembre del año anterior. El ataque, que amenazaba con tomar Bagdad, no fue detenido hasta finales abril de 1916, por lo que tampoco pudo insuflar mucha confianza a los responsables de las deportaciones armenias. Pero lo que llama poderosamente la atención es el espectáculo de todo un Robert Fisk “olvidando” de forma flagrante (y evidentemente interesada) los muy duros combates que libraron las fuerzas otomanas contra el Ejército ruso y fuerzas irregulares armenias en el frente del Cáucaso; y que precisamente, estos sí, estuvieron en relación directa con la decisión otomana de organizar las deportaciones de población armenia. Decididamente, fiskear a Fisk resulta un ejercicio bastante sencillo. Quizás de ahí proviene la popularidad del término.

(continuará)

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