lunes, noviembre 27, 2006

La balcanización de Próximo Oriente














El mausoleo de la mezquita de al-Askari en Samarra, según postal coloreada. El bombardeo del templo chiita por extremistas suníes en febrero de 2006, precipitó la escalada de la guerra civil en Irak


El que fuera presidente de Montenegro, Momir Bulatović, le relató a la periodista británica Laura Silber la siguient anécdota que transcurrió en los días previos al comienzo de las guerras de Eslovenia y Croacia, inicio de la violenta desintegración de Yugoslavia, que iba a durar una década casi exacta. A finales de aquel mes de junio de 1991, James Baker, que a la sazón era viceperensidente de los Estados Unidos bajo la presidencia de George Bush padre, hizo una gira por las inquietas repúblicas yugoslavas. En su entrevista con el presidente montenegrino éste notó que su interlocutor tenía ciertas dificultades para encauzar la conversación: simplemente no parecía tener muy claro sobre qué temas conversar. Entonces extrajo de su bolsillo una agenda. Intrigado, Bulatović logró escudriñar lo que Baker había apuntado sobre Montenegro. Eran solamente dos líneas: “La república más pequeña de Yugoslavia” y “Un posible quinto voto para Mesić” (candidato a presidente federal por entonces). Eso era todo lo que sabía de Montenegro el enviado especial de los Estados Unidos de América, que había llegado a la zona con la misión de desactivar la tragedia que se avecinaba.

Fotografía oficial de James A. Baker


Quince años más tarde, Baker reaparece como bombero en medio de otro estado pluriétnico que se hunde en la guerra civil. Es cierto que su protagonismo en asuntos árabes le da un mayor grado de experiencia que el desplegado en Yugoslavia en 1991, pero con todo y ello, su presencia en Irak resulta inquietante, incluso para él mismo. Porque Baker fue el artífice de la coalición de las 34 naciones que participaron en la primera Guerra del Golfo, después fue asesor de Bush hijo en la invasión de Irak y ahora, como director de un Grupo de Estudios especilizados parece estar llamado a cerrar la tapa del ataúd con la que concluye su particular carrera diplomática en la zona.

A estas alturas ya no tiene ni medio gramo de originalidad escribir que la intervención en Irak es el primer gran desastre militar y político del siglo XXI. Pero quizá no se ha insistido bastante en la enormidad de la tragedia: no se oculta, pero se pasa por encima del asunto, no se insiste lo suficiente en su enormidad. 600.000 muertos en Irak desde 2003, anunciaba la prestigiosa revista médica británica “The Lancet” a comienzos de octubre pasado. Eso ya es una cifra. Tan abultada que no sería de extrañar que dentro de algunos años los escolares nos pregunten qué hacíamos en 2006, cómo pudimos permitir que se disimulara tamaño genocidio existiendo cámaras de televisión y habiendo jurado solemnemente una y otra vez que “nunca más” se repetirían las atrocidades masivas. Pero así es, y no sólo lo permitimos sino que lo contemplamos imperturbables, noche tras noche en los telediarios, como si tal cosa. Y de esa forma, a buen seguro, no tardaremos en alcanzar el millón de muertos, y más todavía.

Mientras tanto, desde Occidente exigimos a quien nos parece, que se disculpe por su pasado; continuamos utilizando las herramientas del viejo imperialismo. Hacemos muchos pucheros y mohínes por los pecados ajenos cuando nos interesa manipularlos en nuestro beneficio. Y olvidamos las lecciones que debimos haber aprendido nosotros mismos. Finalmente, los occidentales nos engañamos creyendo que sólo con ese proceder –sin la posesiómn de la fuerza económica, tecnológica o militar- podemos ganarnos el respeto o la simpatía de otros pueblos. Y lo peor de todo: nos negamos tozudamente a considerar que esos pueblos dedican cada día horas y más horas ver nuestra televisión, leer las noticias que producimos y estudiar nuestra historia. De esa forma, todo parece indicar que el rumbo de los acontecimientos en Irak es una versión más o menos agudizada de situaciones similares acaecidas ya en otras regiones del espacio ex otomano. Por ejemplo, en Chipre.

El conflicto chipriota, que hoy parece eterno e insuperable, no tiene mucho más de cincuenta años de antigüedad. Comenzó a desarrollarse con rápida virulencia cuando, después de la Segunda Guerra Mundial, la presión descolonizadora puso a Gran Bretaña ante la tesitura de abandonar el control de la isla, colonia del imperio desde 1878. Lógicamente, Grecia era uno de los países que mayor empeño habían puesto en que los británicos se fueran de Chipre, a lo que cual contribuía su reciente ingreso en la OTAN. Inicialmente, Londres no hizo mucho caso de la presión griega. En septiembre de 1953, el primer ministro Anthony Eden respondió formalmente al gobierno griego que no había nada que discutir en relación a Chipre. Inmediatamente, Atenas hizo pública una declaración demandando libertad de acción para promover una autodeterminación chipriota que concluyera en la enosis, esto es, la unión de la isla con Grecia.

La tensión entre Londres y Atenas subió enteros con rapidez. A pesar de que para entonces ya habían accedido a la independencia de la India y otros territorios coloniales o protectorados, no estaban dispuestos a ceder Chipre con su base aeronaval, sus estaciones de escucha electrónica y sobre todo, su posición clave cercana al canal de Suez y la ruta del petróleo. El año en el que se abrió la caja de Pandora fue 1955. Desde hacía meses, un antiguo oficial del Ejército griego, grecochipriota de nacimiento, había llegado a la isla para organizar la EOKA (Ethniki Organosis Kyprion Agoniston), un grupo paramilitar que en abril inició su actividad con una espectacular campaña de atentados con bomba, siguiendo el modelo empleado previamente contra el dominador británico por irlandeses, judíos, hindúes y egipcios.

El libro de William Mallinson sobre historia contemporánea de Chipe, ofrece interesantes datos sobre la responsabilidad de las autoridades británicas en el inicio de la crisis chipriota, allá por los años cincuenta. Una situación que podría ser la del Irak actual



Ante esa situación, Londres decidió apoyar clandestinamente los intereses turcos; esto implicaba reforzar la posición de esa minoría en la isla, pero también ofrecer a Ankara mayor posibilidad de intervención política. El objetivo último de esos manejos apuntaba al viejo planteamiento de dividir para gobernar, lo que incluía el argumento de que la situación política en Chipre era demasiado inestable como para que Londres condescendiera a otorgarle la independencia. Los británicos recurrieron a todo tipo de triquiñuelas, lo que incluía hacer la vista gorda ante la formación de un grupo paramilitar turcochipriota (Volkan) a crear una fuerza de policía auxiliar compuesta enteramente por agentes de esa minoría y a la convocatoria de una conferencia en Londres, a celebrar en el mes de julio, relacionada de forma genérica con “cuestiones relativas al Mediterráneo Oriental y Chipre”, a la que fueron invitados los gobiernos griego y turco. La intención del acto era que fracasara, a fin de torpedear las relaciones greco-turcas, que habían permanecido estables e incluso razonablemente amistosas desde 1930, cuando Mustafa Kemal y Venizelos terminaron de limar las últimas asperezas saldadas previamente en el Tratado de Lausanne .

Londres implicó a Ankara en sus maniobras para conservar el control de Chipre, pero también porque Turquía poseía un valor estratégico muy superior al de Grecia, algo con lo que los británicos contaban para poner a los norteamericanos de su parte en el conflicto. Cabe recordar que en abril de 1955 Turquía firmó el Pacto de Bagdad con Gran Bretaña, en el que también se incluiría a Irán, Irak y Pakistán, en el contexto de la “pactomanía” norteamericana impulsada por John Foster Dulles.

En esa situación, el 5 de septiembre estalló una bomba en el consulado turco de Salónica y resultó dañada la casa natal de Kemal Atatürk. El incidente, se atribuyó en Turquía a nacionalistas griegos y generó una oleada de xenofobia dirigido contra las minorías que aún continuaban viviendo en el país: armenios y, sobre todo, griegos. Fue un pogrom en toda regla que afectó al corazón de Estambul e İzmir. Grupos de incendiarios y saqueadores destruyeron y pillaron sistemáticamente negocios y domicilios: la colección de fotografías de un profesional de la prensa de entonces (6-7 Eylül olayları. Fotoğraflar – Belgeler Fair Çoker Arşivi, Tarih Vakfi, 2005), revelan a la claras la extrema violencia de los ataques que sólo se detuvieron cuando el ejército sacó los tanques a la calle para restablecer el orden. Hubo también muertos y heridos, y miles de familias griegas abandonaron el país. Muchos años más tarde comenzó a quedar claro que en realidad la bomba de Salónica había sido obra de los servicios de inteligencia británicos, muy en la estrategia de espolear a griegos y turcos entre sí.

En el Irak de nuestros días, una serie de circunstancias muy sospechosas inducen a pensar que las fuerzas ocupantes no están haciendo nada por detener la guerra civil; incluso cabría considerar que la están espoleando. Por ejemplo, el aumento de la violencia entre suníes y chiítas coincide con los meses en los que Washington ha reconocido cada vez más abiertamente que la presencia norteamericana en Irak está yendo francamente mal. La derrota republicana en las legislativas, debida en buena medida a esa situación ha contribuido a que los ataques y represalias hayan crecido en espectacularidad. Claro es que las facciones enfrentadas ya combaten pensando en hacerse con la hegemonía para cuando los norteamericanos se hayan largado del país. Pero lo cierto es que éstos pueden ganar un tiempo precioso conforme aumenta la violencia interna aumenta: los ataques de la insurgencia dejan de lado a sus tropas y se concentran en el rival suní o chíita; y mientras la guerra civil mantenga un perfil bajo, los norteamericanos podrán seguir argumentando que irse de Irak sería condenarlo a la guerra abierta y a una orgía de sangre.

Un guión ya muy manido y que en realidad emerge de las décadas en que las potencias occidentales se aplicaron a desmembrar pieza a pieza el Imperio otomano. En torno al libreto en cuestión, algunas innovaciones actuales: la guerra civil en Irak podría llevar a alguna forma de enfrentamiento ideológico y hasta militar entre el islamismo radical. Por supuesto, entre el chiita y el suní. ¿Puede llegar el día en que Irán se lance a liquidar a Bin Laden?¿Han caído ya activistas de Al Qaeda a manos de insurgentes chiítas? De hecho, ¿qué opina al Sadr de la causa encabezada por el millonario saudí?

A comienzos de marzo de 2003 cualquier oficial de inteligencia occidental medianamente inteligente sabía, sin lugar a dudas, que la dictadura iraquí de Saddam Hussein era un elemento de estabilidad en Oriente Próximo y que precisamente, su erradicación haría de ese solar un verdadero caldo de cultivo del terrorismo islamista. Suponer que en realidad la invasión de Irak buscaba fomentar un terreno de enfrentamiento intermusulmán, que posteriormente podría dirigirse contra Al Qaeda, quizá sería atribuirle una excesiva sutileza a los estrategas norteamericanos. Pero sí es factible considerar que conforme se hacía cada vez más difícil controlar la situación en Irak fue surgiendo la idea, sobre el terreno, de aprovechar lo aprovechable de ese caos que se llevaba todo por delante.

Existen algunas pistas interesantes. Una de ellas es la dificultad existente para obtener información sobre los actores iraquíes sobre el terreno. La actividad de la prensa independiente ha cesado casi por completo. Durante un tiempo, los periodistas que intentaban moverse por su cuenta eran secuestrados, la mayor parte de las veces por grupos desconocidos que no se sabía a ciencia cierta qué buscaban con ello. Quizás el caso más emblemático fue el de la periodista italiana Giuliana Sgrena, de “Il Manifesto”, cuya liberación le costó la vida a Nicola Calipari un oficial de inteligencia, cuando el vehículo en el que la periodista liberada era conducida hacia el aeropuerto, fue tiroterado a conciencia por soldados norteamericanos (marzo de 2005). En Irak, todo el que busca información por su cuenta, termina mal. De la misma forma, algún día quizá salgan a la luz las verdaderas circunstancias, inducciones y motivaciones, de la emboscada tendida a dos automóviles del CNI español, en noviembre de 2003.


El precio de la verdad: la periodista italiana Giuliana Sgrena estuvo a punto de morir tiroteada por soldados americanos tras su liberacíón, en un confuso incidente aún hoy no totalmente aclarado.


El resultado de todo ello es que a día de hoy, un periódico como “El País”, que pretende ser uno de los mejor informados de España, sólo sabe explicarnos que “Al Qaeda es es el grupo [insurgente] más importante y a ésta organización terrorista se le atribuyen la mayor parte de atentados con bomba y decapitaciones” [sic]. Y más adelante concluye: “Además de los nacionalistas suníes, también actúan grupos chiíes. El más conocido es el Ejército de Mahdi, dirigido por el clérigo radical Múqtada al Sáder” (“Los grupos insurgentes armados”, en “El País”, 24 de noviembre, pag. 3). Es decir, que la constelación de grupos insurgentes suníes quedan reducidos a Al Qaeda; lo cual supone que los autores del fracasado asalto contra el Ministerio de Sanidad, el pasado día 23, eran suníes de Al Qaeda. O que los autores del bombardeo de la Mezquita Dorada de Samarra, el pasado 22 de febrero –origen de la actual escalada en Irak- eran también de la célebre organización terrorista. Por lo tanto, si damos crédito a estas informaciones, Al Qaeda abandera una guerra civil en Irak contra los chiitas de al Sadr. En buena lógica, no parece que esté ocurriendo esto, al menos de momento. Más parece que están enfrentándose los takfiriyun o grupos armados dependientes de la administración suní (teóricamente pro americana) con el Ejército del Mahdi y también con grupos armados chiítas dependientes de la administración (también pro americanos). Enfocado así el asunto, resulta muy alarmante.















El ojo de los occidentales: fotografía satélite de la mezquita de al-Askari oferecida por Global Securuty.org


El deterioro de la situación en Irak compite con el que viven Líbano y Afganistán. Ya se suele mencionar en las crónoicas que existe una corriente de conexión entre las guerras que se libran en Irak y Afganistán: los talibanes afganos han aprendido mucho de la forma en que llevan las operaciones de resistencia los radicales iraquíes. Pero además de ello es posible que exista un flujo de instructores, teóricos y mandos entre uno y otro frente. Por otra parte, ese fenómeno también se da entre sus oponentes, los ejércitos de las coaliciones ocupantes. Al fin y al cabo, fue en Afganistán donde primero se intentó aplicar la estrategia de enfrentar gupos étnicos y religiosos musulmanes: recordemos que las fuerzas de la Alianza del Norte estaba compuesta por tayikos, hazaras, uzbekos y hasta pastunes.

Y es que esa es otra constante en la estrategia intervencionista de las potencias vencedoras en la Guerra Fría: desde 1991 las grandes operaciones se han llevado a cabo en estados multiétnicos con problemas estructurales y la mitad de ellas en el espacio ex otomano: Yugoslavia, Somalia, Afganistán e Irak. En todos los casos siempre ha pendido, como una espada de Damocles, el argumento del descuartizamiento como opción final. Aquel discurso desarrollado en Yugoslavia, según el cual la convivencia entre eslovenos, croatas, serbios y bosníacos era “imposible”, planea también sobre Afganistán e Irak, como lo estuvo sobre el conflicto de Palestina en 1948. Y eso es así porque se trata de conflictos propios del espacio ex otomano, y por lo tanto, las potencias intervinientes siempre tienen presto el recurso al enfrentamiento interétnico, sobre todo en base a las definiciones apoyadas en la religión. Y en último término, a la materialización del “divide et impera”: el despiece del estado preexistente en nuevos y más pequeños estados, más dispuestos a la satelización, por unos y otros.

Un trabajo de precisión llevado a cabo por un profesional frío y muy bien entrenado: estado en que quedó el automóvil del ministro Pierre Gemayel.


No es de extrañar si, con el tiempo, las nuevas fuerzas emergentes han aprendido de ese esquema tan vetusto. El pasado 21 de noviembre, el asesinato del ministro de Industria libanés, Pierre Amin Gemayel, dio pie a la crisis más grave en ese pequeño país desde la guerra de Hezbolah con Israel del pasado verano. Un asesino muy profesional y bien preparado, hizo su trabajo de una manera muy precisa y desapareció sin dejar rastro. Los medias occidentales han achacado inmediatamente a Siria la autoría del atentado. Como afirma un autor satírico libanés, “las acusaciones contra Siria fueron más rápidas que las ambulancias”. La frase figura en una de las piezas publicadas por la publicación alternativa “Rebelion” y demuestra que, una vez más, las operaciones de los servicios de inteligencia, grupos terroristas y activistas violentos sin catalogación precisa, se confunden muy a menudo desde el 11-S. Desde luego, como afirma el articulista, existen razones lógicas para que Israel sea el verdadero autor de la acción. Pero también cabría considerar que Siria o Irán e incluso otros actores locales del mismo tejido político libanés, podrían haber tenido interés en el atentado. Por ejemplo, como respuesta a la degradación interesada de Irak. No olvidemos que la guerra civil iraquí alarma y mucho a los países circundantes, y que Irán propuso una cumbre a tres, con Siria e Irak para afrontar los problemas de la región, pero sin la presencia de los Estados Unidos. Por lo tanto, el asesinato de Pierre Gemayel, un ministro que al fin y al cabo no tenía tanta importancia, como afirma Quibla en “Rebelión”, podría haber tenido el valor de un mensaje, un aviso para navegantes: todos podemos jugar a desestabilizar, todos podemos practicar la “politique du pire”, y lo que está sucediendo en Irak podría repetirse en otros lugares. Y eso, en estos momentos, no le interesa a Washington, que bastantes problemas tiene ya en toda la zona como para que salte por los aires otro puzzle.

Etiquetas: , , , , , , , , , , , , , ,