jueves, octubre 26, 2006

La Guerra Fría, revisitada

Acaba de hacer su aparición la segunda edición de La paz simulada, obra que cuenta ya con nueve años de edad y se ha convertido en un pequeño clásico. A nuestro criterio, en la editorial se han hecho un cierto lío con la definición de los conceptos, pero en todo caso el libro tiene en su haber seis reimpresiones y dos reediciones (en realidad no parece que tengan nada claro que es una cosa u otra). La paz simulada también ha acumulado tres diseños de cubierta diferentes. El primero, de Ángel Uriarte, fue el más logrado: recordaba mucho a las gloriosas cubiertas que hizo Daniel Gil para Alianza en los años sesenta y setenta. El segundo era tan deficiente que nunca se incluyó en este blog. Éste tercero, debido a Fernando Chiralt a partir de una fotografía de Ralph Crane, es estéticamente más logrado, pero los autores no tenemos idea de lo que representa la misteriosa portada, ni quién es el caballero que se pasea por el túnel y que tiene un cierto parecido con Jack Lemmon, de joven. Desde la editorial y vía mail nos comunicaron lo siguiente, a fecha de 25 de septiembre pasado:

"En cuanto a la foto que hemos utilizado no es el metro ni es una película. Es un escritor de novelas de suspense de espías paseando por un tunel. Al menos es inquietante."


Lo es, todo resulta un poco inquietante en su conjunto, si.


En cualquier caso, el post de hoy está dedicado al nuevo prólogo que lleva la obra y que gira en torno a una cuestión de gran actualidad, sobre la que volveremos en este blog: la persistencia de la mentalidad de Guerra Fría entre algunos publicistas y políticos.


Francisco Veiga, Enrique U. Da Cal, Ángel Duarte, La paz simulada. Una historia de la Guerra Fría, 1941-1991, Madrid, Alianza Editorial, 2006 (2ª edición)

PRÓLOGO A LA REEDICIÓN DE 2006

Ha transcurrido casi una década desde que fuera escrita La paz simulada. Tras haberse hecho varias reediciones, el libro no ha recibido críticas importantes y el tiempo transcurrido y los archivos que se han ido abriendo –soviéticos, más que occidentales- no han hecho sino subrayar que las conclusiones elaboradas por entonces siguen vigentes, y no es de prever que el futuro traiga grandes cambios interpretativos. Que el resultado haya sido tan satisfactorio se debió en parte al periodo en el que fue redactado: en 1996 y 1997 el final de la Guerra Fría quedaba todavía cercano. Y por lo tanto seguían frescos en la memoria detalles significativos, de esos que al historiador le dan pie para interpretaciones vivas y originales. Después, el tiempo termina por dejar detrás estereotipos cada vez más esquemáticos e irreales sobre los que resulta más difícil erigir ensayos. De otra parte, había ya pasado más de un lustro, existía una perspectiva mínima y parecía que las pasiones intelectuales derivadas de varias décadas de Guerra Fría, tendían a fundirse.

Pero en realidad, y por suerte para la trayectoria editorial de La paz simulada, ésta última era una falsa impresión. No deja de sorprender que el maniqueísmo interpretativo de los tiempos de la Guerra Fría siga siendo un cómodo refugio para muchos periodistas, algunos políticos y hasta profesores universitarios. No es infrecuente que Rusia sea presentada como gran potencia adversaria de Occidente (así, en líneas generales) cuando cada día, miles de pequeños accionistas europeos recogen sus buenos dividendos de los fondos de inversión rusos que cotizan en las grandes bolsas mundiales. Y al tiempo que su presidente garantiza el suministro de energía a Europa. Incluso resulta divertido que la República Popular China, última gran potencia del otrora denominado “socialismo real” apenas sea mencionada como tal en los medios de comunicación. O al menos, se haga sin las connotaciones siniestras que conserva Rusia: hasta pudiera ser un último residuo de la alianza chino-americana de los años setenta del siglo pasado. Por ejemplo: la guerrilla maoísta del Nepal en lucha contra la corrupta monarquía es presentada en los medios de comunicación occidentales de una forma mucho más benévola que si hubiera sido un movimiento de inspiración soviética. Es cierto que las dos guerras de Chechenia han contribuido a conservar esa imagen siniestra y agresiva de Rusia; pero el espectáculo de la autoindulgencia norteamericana con respecto a los excesos cometidos durante la ocupación de Irak contribuye a reforzar todavía más ese substrato de doble rasero informativo sobre el que se alimentó precisamente la Guerra Fría.

En otras ocasiones, el forzamiento interpretativo se convierte en pequeño lapsus más o menos intencionados. Así, la victoria de la coalición liberal-demócrata en las elecciones parlamentarias rumanas del otoño de 2004 fue saludado por un periódico español de gran tirada –y no precisamente de derechas
[1]- y además en un editorial, como el triunfo final y real de la transición en ese país, dando por hecho que “desde 1989 el atribulado país balcánico (...) había “vivido “en un claroscuro donde los antiguos comunistas, reinventados a sí mismos como los campeones de la democracia tras la ejecución del dictador Ceauşescu, han mantenido todos los hilos del Estado”. El autor de la pieza ignoraba, olvidaba u ocultaba sin el menor rubor que la derecha neoliberal y hasta conservadora ya había gobernado en Rumania, en coalición nada menos, entre 1996 y 2000, con unos malos resultados más que notables. O que el oponente electoral de los vencedores en 2004 fue un partido de corte demócrata-social, el cual, a quince años de la caída de Ceauşescu no podía ser calificado ya de “neocomunista”. Y dejando de lado asimismo, que para entonces Rumania estaba esperando su acceso a la Unión Europea para el año 2007.

Aunque los Balcanes son un microcosmos que durante los últimos años han detentado el papel de macrocosmos, el caso citado posee componentes de anécdota. Pero más allá de las meras limitaciones personales por encontrar explicaciones más sofisticadas a los fenómenos históricos o informativos que no sea el recurso a la detención artificial del tiempo, la pervivencia de clichés interpretativos heredados de la Guerra Fría parece centrarse en tres grandes grupos de causas.

Primero, que la caída del bloque soviético implicó el desmoronamiento o la transformación radical de los partidos comunistas en Europa Occidental, con el consiguiente transfuguismo masivo hacia los partidos o potentes círculos de poder –mediáticos, administrativos- de los partidos socialdemócratas. Desde hacía ya muchos años, éstos se habían convertido en partidos de centro y sus posiciones ideológicas de izquierdas eran ya simples poses en la mayor parte de los casos. Por lo tanto, la avalancha de militantes de la izquierda radical impuso la reactivación de un discurso marcadamente anticomunista, a fin de evitar la contaminación y marcar distancias entre conveniencia y convencimiento. Dentro de ese marco entraba el insistente recordatorio de la catástrofe que había supuesto el sistema soviético y de paso, la denigración de la experiencia histórica del “socialismo real”.

Además, algunos militantes de la izquierda radical contribuyeron a estimular ese planteamiento: el fracaso de la Unión Soviética no podía identificarse con el del marxismo histórico en su conjunto. La transición rusa hacia el capitalismo reafirmaba el dictamen: probaba que el socialismo soviético había sido una engañifa. Además, al desautorizar sistemáticamente los logros sociales o económicos en la Rusia de Yeltsin o Putin, identificándola con la extinta URSS, reforzaban los esquemas socialdemócratas. Pero en realidad ésta es una perspectiva muy basada en la experiencia española. La experiencia en otros países ha derivado hacia virajes más radicales: no son infrecuentes los casos en que trosquistas norteamericanos o maoístas franceses han terminado por convertirse en neocons puros y duros; en algunos otros casos, y también en algunos países occidentales, izquierdistas y ultraderechistas han acercado posiciones en discursos coincidentes, dando lugar a un peligroso discurso nacional-socialista que, lógicamente, retoma esquemas conspirativos de la más pura Guerra Fría.

En otras partes del mundo, los regímenes de corte soviético que sobrevivían aislados, aquí y allá, se convirtieron en vecinos incómodos a los que resultaba fácil achacar manejos políticos heredados de los tiempos de Guerra Fría. Tal fue el caso de Laos, Vietnam y sobre todo, Corea del Norte, rareza histórica donde aún reinaba el comunismo dinástico. A otro nivel, la Angola de UNITA o la Libia del coronel Gaddafi perpetuaron el fenómeno en África. Pero Latinoamérica fue uno de los focos donde sobrevivió más activamente el discurso de Guerra Fría debido a la resistencia del régimen castrista en Cuba. La orgullosa actitud beligerante que le caracteriza incluso se afianzó con el apoyo de la petrolera Venezuela de Hugo Chávez y la Bolivia productora de gas del presidente Evo Morales. Y todo ello complicado con la activa presencia china en la zona.

Pero si todos esos ejemplos no son sino restos del naufragio acaecido entre 1989 y 1991, la lucha por el control de Eurasia incluso ha relanzado los veteranos manejos de la Guerra Fría: intoxicación, operaciones clandestinas y de inteligencia, golpes de estado inducidos, insurgencia y contrainsurgencia. El extenso espacio que ocupan las nuevas repúblicas ex soviéticas de Asia Central, e incluso las europeas de Ucrania y Bielorrusia conservaron durante largo tiempo sistemas políticos directamente heredados de aquellos que existían en tiempos de la URSS; y al frente de todos ellos, a los antiguos nomenklaturistas locales del PCUS. Situadas en lugares geográficamente remotos para los occidentales, las repúblicas ex soviéticas pasaron a tener un interés geoestratégico primordial debido a tres factores: la gran campaña militar contra el islamismo radical; el interés de nuevas potencias regionales por conseguir sus propios espacios de influencia (Polonia, Turquía o Pakistán, por ejemplo); y sobre todo, la lucha por el control de los ricos yacimientos petrolíferos del Caspio o las rutas que conectan con ellos. El resultado más estridente de todo ello han sido las “revoluciones de colores” que comenzaron con la Revolución de las Rosas en Georgia de (noviembre de 2003) y sobre todo, con la Revolución Naranja en Ucrania al año siguiente. En ambos casos, el precedente casuístico había sido la denominada (en ocasiones) Revolución del Bulldozer en Serbia (5 de octubre de 2000) que terminó con el régimen de Slobodan Milosevic. El último episodio de las revoluciones de colores tuvo lugar en Kirguizistán en marzo de 2005, con la denominada Revolución de los Tulipanes, aunque también fue llamada “Rosa”, “del Limón”, “del Narciso”, “de la Seda” y hasta Revolución del Papel de Lija.

Desde Occidente se intentó presentar a las diversas “revoluciones de colores” como una repetición de la Revolución de Terciopelo checoslovaca, en diciembre de 1989: la mera presencia masiva de la población en las calles habría hecho caer a un régimen comunista, trayendo la democracia sin el más mínimo episodio de violencia o, al menos, sin muertos o heridos. El presidente derrocado aparecía como un mero apparatchik comunista, un dinosaurio atrincherado en el poder desde 1991; y el triunfador que había llevado al poder la supuesta revolución era un campeón de la democracia apoyado por las masas enardecidas –o los grupos de partidarios que la televisión presentaba como tales. Apenas unos meses más tarde, los nuevos regímenes resultaban ser tan corruptos o ineficaces como los anteriores, aunque para entonces las decepcionantes noticias sobre la descolorida revolución apenas ocupaban unas líneas en los medios de prensa, muy de tarde en tarde.

En todas estas supuestas “revoluciones” existía una lejana inspiración en el simbolismo de la portuguesa Revolución de los Claveles (1974) y en ello existe un componente de ajuste de cuentas histórico con su trasfondo izquierdista. Porque en realidad, desde la caída del Telón de Acero, el tratamiento informativo de protestas y revueltas de cualquier derecha populista contra los socialistas en el poder, suele adquirir rápidas connotaciones de "democracia espontánea". Otro ejemplo: las multitudes búlgaras que en 1997 entraron en plena sesión parlamentaria, en el centro de Sofía y derribaron al gobierno socialista; seis años más tarde, los socialistas ganaron las elecciones. Pero la verdad es que desde la caída del Telón de Acero, la realidad política mundial ha dado muchas vueltas, acumulándose paradojas sobre las paradojas, como –por seguir con el ejemplo- la presencia del partido del ex rey Simeón en la coalición de gobierno búlgara desde 2005, en esas elecciones que ganaron los socialistas. Parece como si las “revoluciones de colores” tuvieran también un componente de fantasía placentera: son la revuelta china de Tiananmen con un final feliz. Porque no es muy agradable constatar que en China triunfó a la vez la represión y la transición basada en patrones capitalistas.

Vale la pena repetirlo: la tendencia al doble rasero informativo que los grandes medias occidentales imponen en la información internacional, es también una herencia de la política informativa de la Guerra Fría, cuando las exageraciones o tergiversaciones sobre el otro no podían ser fácilmente comparadas o eran justificadas por las necesidades que imponían la titánica lucha del Bien sobre el Mal.

Y ésta sería precisamente la gran conclusión sobre los últimos quince años de posguerra fría: ese prometido triunfo del Bien sobre el Mal no se ha materializado ni siquiera en el afianzamiento de la paz global. Aunque parecía imposible que alguien pudiera soñar en oponerse a la gran superpotencia vencedora absoluta de la Guerra Fría, nuevos enemigos han aparecido: con su carga ideológica totalitaria y antidemocrática, con capacidad de actuación global; sólo que esta vez en la sombra. Herencia también del discurso de Guerra Fría, el combate contra el terrorismo universal no es ya, sin embargo, más que la expresión de una nueva era de reajuste internacional en base a una enorme colección de problemas dispersos pero interactivos en el amplio marco de la globalización.


Barcelona, 8 de mayo, 2006

[1] Se trata de “El País”, en su edición del 15 de diciembre de 2004, editorial que llevaba el título: “Aire fresco en Rumania”

Etiquetas: , , , , , , , , , , , , , , , ,