Srebrenica y algo más (artículo rechazado por "El País", 1º de julio 2005)
¿Qué significó Srebrenica? Han pasado diez años y la respuesta sigue sin estar clara. Para todos aquellos que se quedaron con el recuerdo de aquel trágico suceso, en julio de 1995, poco ha cambiado. Las tropas serbio bosnias del general Mladic cometieron “la peor masacre acaecida en Europa desde la Segunda Guerra Mundial”. La frase se repitió miles de veces, como un mantra, hasta quedar convertida en una verdad. Pero no fue exactamente así: no hace falta tener conocimientos especializados en historia de Europa para recordar que, como mínimo, hubo dos casos parecidos en el medio siglo transcurrido entre 1945 y 1995.
De todas formas, lo ocurrido en Srebrenica no necesita de comparaciones pedantes. Fue horroroso en sí mismo. Tampoco es tan importante establecer si fueron tantos o cuantos los muertos. Los croatas también hicieron de las suyas durante su guerra de independencia, en la misma guerra de Bosnia y durante las ofensivas de ese mismo verano en Eslavonia occidental y la Krajina. Ahí está el caso del general Ante Gotovina, que ha paralizado el acceso de Croacia a la UE y por el cual el gobierno norteamericano ofrece una recompensa de 5 millones de dólares. Los líderes de los musulmanes bosnios también recurrieron en muchas ocasiones a los métodos de sus enemigos. En abril de 1994, el entonces presidente Alija Izetbegovic reconoció la existencia de campos de concentración en los cuales civiles serbios eran retenidos ilegalmente. La información salió a relucir en el proceso de Milosevic y la publicó el diario “Dani” de Sarajevo hace un par de años. También hubo 2.000 desparecidos en Sarajevo. Y el general Mladic le tenía una especial inquina a Srebrenica porque desde el enclave, las milicias musulmanas lanzaron varias incursiones en las que destruyeron diversas aldeas serbias del entorno. El comandante militar de Srebrenica, el bosnio musulmán Nasir Oric –antiguo guardaespaldas de Milosevic- está siendo juzgado en La Haya en un proceso que hasta los testigos más desapasionados describen como “desganado”. El acusado se limita a decir que no sabía nada de lo que hacían sus hombres: ni de las incursiones, ni de las destrucciones, ni de las torturas de detenidos, que también las hubo.
De cualquier forma, la masacre de Srebrenica resume todos los excesos cometidos en las guerras de la ex Yugoslavia, incluyendo las de Croacia, Bosnia y Kosovo. Pero hay algo más: es el símbolo de una pesadilla europea. Durante los años de la Guerra Fría, se terminó por asumir que la contienda nunca debería tener lugar en el Viejo Continente. Soviéticos y americanos podrían pelearse directa o indirectamente en Asia o el Caribe, en África o América Central, pero no en Europa. Nunca importó demasiado la factura humana que se pagó en Corea, Vietnam, Namibia o Afganistán: al fin y al cabo eran guerras de telediario en los hogares occidentales. Por eso, cuando cayó el Muro de Berlín y con él todo el telón de Acero y la Guerra Fría llegó a su fin, fue bien audible el suspiro de alivio en la civilizada Europa. De ahí el profundo espanto que generó ya la primera guerra de Yugoslavia, aquella especie de opereta a que dio lugar la independencia de Eslovenia en el verano de 1991. Después siguió el horror en Croacia y el infierno de Bosnia: la desintegración de la Unión Soviética no significó el triunfo del Bien sobre el Mal; en realidad, el aflojamiento de la tensión bipolar trajo de la mano el resurgimiento de los peores fantasmas europeos surgidos de las profundidades más lóbregas. Srebrenica fue el final de ese camino: una matanza cometida cuando la guerra de Bosnia estaba terminando, cuando los planes de paz ya estaban elaborados. Una masacre generada por el deseo de venganza del general Mladic, al que las milicias de Nasir Oric le habían arrasado la hacienda familiar en una de sus incursiones. Varios miles de muertos que se les habían ido de las manos a las grandes potencias, como en otras muchas ocasiones.
Porque Srebrenica fue también producto del doble lenguaje, de la diplomacia oculta, de la pusilanimidad. En realidad, el comienzo del camino tuvo lugar en el verano de 1991, cuando el entonces Secretario de Estado norteamericano, James Baker, viajó a Yugoslavia poco antes de que se desataran las primeras crisis bélicas, en Eslovenia y Croacia. Con un conocimiento muy superficial de lo que estaba ocurriendo y quién era quién, reiteró públicamente la decisión de no reconocer la independencia de los secesionistas, apoyó los intentos de reforma del gobierno federal y a tres días de las proclamaciones de independencia eslovena y croata, se tragó la promesa hipócrita de los líderes secesionistas en el sentido de evitar toda acción unilateral susceptible de envenenar aún más la crisis. Por otra parte, desautorizó el uso de la fuerza por parte de Belgrado para prevenir las declaraciones de independencia. En realidad no fue sino la primera ocasión en que las potencias occidentales se dedicaron a lanzar mensajes contradictorios a las partes en litigio, una práctica nefasta que no era nueva en la historia de los Balcanes, pero que se iba a repetir como un vicio a lo largo de la siguiente década, antes de cada una de las crisis que sacudieron los restos de la desmembrada Yugoslavia.
Casi cuatro años justos más tarde, los norteamericanos, ya bajo la presidencia de Clinton, habían puesto en marcha un plan de paz que implicaba simplificar el muy complejo mapa de los frentes de guerra en Bosnia. Existen numerosos indicios de que las tropas serbias de Bosnia recibieron luz verde de las potencias occidentales en general y de los norteamericanos en particular para eliminar los enclaves musulmanes situados al este de la república. Por eso las autoridades de Sarajevo evacuaron a Nasir Oric con antelación, para evitar que cayera en manos de los serbios. Dejaron al enclave sin mando, porque ya sabían lo que iba a ocurrir. Lo que nadie esperaba fue la matanza que siguió.
Por lo tanto, Srebrenica contiene también el pecado de ser el símbolo imperfecto: seis mil muertos, quizá más, quizá menos, víctimas de una compleja maraña de cálculos fallidos, rencores poco gloriosos e hipocresías varias. Una matanza en vía muerta, que no obedeció a ninguna cruel utilidad estratégica, quizá la más absurda de todas las cometidas en Bosnia. Pero sobre todo, un acontecimiento que se aísla y se encorseta en el perpetuo doble rasero al que una y otra vez nos aferramos los occidentales para disimular la muy notable falta de ideas y soluciones, para esconder pudorosamente nuestro propio y soberbio nacionalismo ¿Por qué Faluya no puede ser considerada la nueva versión de Vukovar o Srebrenica?¿Por qué los campos de concentración en Bosnia han de ser peores que Guatánamo o Abu Ghraib?
De todas formas, lo ocurrido en Srebrenica no necesita de comparaciones pedantes. Fue horroroso en sí mismo. Tampoco es tan importante establecer si fueron tantos o cuantos los muertos. Los croatas también hicieron de las suyas durante su guerra de independencia, en la misma guerra de Bosnia y durante las ofensivas de ese mismo verano en Eslavonia occidental y la Krajina. Ahí está el caso del general Ante Gotovina, que ha paralizado el acceso de Croacia a la UE y por el cual el gobierno norteamericano ofrece una recompensa de 5 millones de dólares. Los líderes de los musulmanes bosnios también recurrieron en muchas ocasiones a los métodos de sus enemigos. En abril de 1994, el entonces presidente Alija Izetbegovic reconoció la existencia de campos de concentración en los cuales civiles serbios eran retenidos ilegalmente. La información salió a relucir en el proceso de Milosevic y la publicó el diario “Dani” de Sarajevo hace un par de años. También hubo 2.000 desparecidos en Sarajevo. Y el general Mladic le tenía una especial inquina a Srebrenica porque desde el enclave, las milicias musulmanas lanzaron varias incursiones en las que destruyeron diversas aldeas serbias del entorno. El comandante militar de Srebrenica, el bosnio musulmán Nasir Oric –antiguo guardaespaldas de Milosevic- está siendo juzgado en La Haya en un proceso que hasta los testigos más desapasionados describen como “desganado”. El acusado se limita a decir que no sabía nada de lo que hacían sus hombres: ni de las incursiones, ni de las destrucciones, ni de las torturas de detenidos, que también las hubo.
De cualquier forma, la masacre de Srebrenica resume todos los excesos cometidos en las guerras de la ex Yugoslavia, incluyendo las de Croacia, Bosnia y Kosovo. Pero hay algo más: es el símbolo de una pesadilla europea. Durante los años de la Guerra Fría, se terminó por asumir que la contienda nunca debería tener lugar en el Viejo Continente. Soviéticos y americanos podrían pelearse directa o indirectamente en Asia o el Caribe, en África o América Central, pero no en Europa. Nunca importó demasiado la factura humana que se pagó en Corea, Vietnam, Namibia o Afganistán: al fin y al cabo eran guerras de telediario en los hogares occidentales. Por eso, cuando cayó el Muro de Berlín y con él todo el telón de Acero y la Guerra Fría llegó a su fin, fue bien audible el suspiro de alivio en la civilizada Europa. De ahí el profundo espanto que generó ya la primera guerra de Yugoslavia, aquella especie de opereta a que dio lugar la independencia de Eslovenia en el verano de 1991. Después siguió el horror en Croacia y el infierno de Bosnia: la desintegración de la Unión Soviética no significó el triunfo del Bien sobre el Mal; en realidad, el aflojamiento de la tensión bipolar trajo de la mano el resurgimiento de los peores fantasmas europeos surgidos de las profundidades más lóbregas. Srebrenica fue el final de ese camino: una matanza cometida cuando la guerra de Bosnia estaba terminando, cuando los planes de paz ya estaban elaborados. Una masacre generada por el deseo de venganza del general Mladic, al que las milicias de Nasir Oric le habían arrasado la hacienda familiar en una de sus incursiones. Varios miles de muertos que se les habían ido de las manos a las grandes potencias, como en otras muchas ocasiones.
Porque Srebrenica fue también producto del doble lenguaje, de la diplomacia oculta, de la pusilanimidad. En realidad, el comienzo del camino tuvo lugar en el verano de 1991, cuando el entonces Secretario de Estado norteamericano, James Baker, viajó a Yugoslavia poco antes de que se desataran las primeras crisis bélicas, en Eslovenia y Croacia. Con un conocimiento muy superficial de lo que estaba ocurriendo y quién era quién, reiteró públicamente la decisión de no reconocer la independencia de los secesionistas, apoyó los intentos de reforma del gobierno federal y a tres días de las proclamaciones de independencia eslovena y croata, se tragó la promesa hipócrita de los líderes secesionistas en el sentido de evitar toda acción unilateral susceptible de envenenar aún más la crisis. Por otra parte, desautorizó el uso de la fuerza por parte de Belgrado para prevenir las declaraciones de independencia. En realidad no fue sino la primera ocasión en que las potencias occidentales se dedicaron a lanzar mensajes contradictorios a las partes en litigio, una práctica nefasta que no era nueva en la historia de los Balcanes, pero que se iba a repetir como un vicio a lo largo de la siguiente década, antes de cada una de las crisis que sacudieron los restos de la desmembrada Yugoslavia.
Casi cuatro años justos más tarde, los norteamericanos, ya bajo la presidencia de Clinton, habían puesto en marcha un plan de paz que implicaba simplificar el muy complejo mapa de los frentes de guerra en Bosnia. Existen numerosos indicios de que las tropas serbias de Bosnia recibieron luz verde de las potencias occidentales en general y de los norteamericanos en particular para eliminar los enclaves musulmanes situados al este de la república. Por eso las autoridades de Sarajevo evacuaron a Nasir Oric con antelación, para evitar que cayera en manos de los serbios. Dejaron al enclave sin mando, porque ya sabían lo que iba a ocurrir. Lo que nadie esperaba fue la matanza que siguió.
Por lo tanto, Srebrenica contiene también el pecado de ser el símbolo imperfecto: seis mil muertos, quizá más, quizá menos, víctimas de una compleja maraña de cálculos fallidos, rencores poco gloriosos e hipocresías varias. Una matanza en vía muerta, que no obedeció a ninguna cruel utilidad estratégica, quizá la más absurda de todas las cometidas en Bosnia. Pero sobre todo, un acontecimiento que se aísla y se encorseta en el perpetuo doble rasero al que una y otra vez nos aferramos los occidentales para disimular la muy notable falta de ideas y soluciones, para esconder pudorosamente nuestro propio y soberbio nacionalismo ¿Por qué Faluya no puede ser considerada la nueva versión de Vukovar o Srebrenica?¿Por qué los campos de concentración en Bosnia han de ser peores que Guatánamo o Abu Ghraib?
Etiquetas: Abu Ghraib, Baker, Faluya, Gotovina, Guantánamo, Izetbegovic, Krajina, Mladic, Oric, Srebrenica, TPIY, Vukovar
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