miércoles, julio 19, 2006

El espacio ex otomano, orígen de crisis actuales (1)

El Imperio otomano en el cénit de su expansión: 1571, bajo Selim II, una vez conquistada la isla de Chipre. Matriz de crisis actuales, sus territorios incluían lo que hoy son Irak, Líbano, Palestina, Chipre, y los estados balcánicos.

Hace unos días me invitaron a una universidad de verano: ya no es aquel sarampión de hace diez años, hay cada vez menos y no se ven muy concurridas. Pero sobre todo, los políticos de moda y los periodistas de postín no pasan por allí a contarnos sus análisis de la actualidad, tirando a trillados o confirmarnos un secreto a voces. Tiempos aquellos del malogrado rector Villapalos, vanita vanitatis.

Mi experiencia en la Universitat Internacional de la Pau, con sede en Sant Cugat del Vallès fue muy agradable. Posee un cierto aroma clerical que no cuadra demasiado con mis preferencias, pero es de las que siguen impartiendo cursos de verano y manteniendo las aulas llenas, lo cual tiene su mérito. Allí es donde me tocó hablar el pasado viernes día 14 y expuse por primera vez en público la teoría del espacio ex otomano.

Sintéticamente, la presentación de la idea reza así: Las crisis más agudas de nuestra época, o al menos las que recogen con más pasión las primeras planas de los diarios occidentales, tienen su origen en el “espacio ex otomano”. Desde Bosnia a Kuwait, pasando por Kosovo, Palestina, Macedonia o Líbano, todos ellos fueron territorios y conflictos surgidos a raíz de la decadencia y descomposición del Imperio otomano. Es más: tales conflictos vienen rodeados de un aura de fatalismo muy característica, que no se emplea en otros. Parece como si hubieran de ser entre inevitables y eternos. ¿Alguien tiene la solución definitiva para lo que está sucediendo en Palestina y el Líbano?¿Y para tranquilizar y hermanar la península de los Balcanes? La respuesta, como se ofrece en el enunciado, podría estar en la forma bajo la cual se fue desmoronando el Imperio otomano por la presión de las potencias europeas.

Primera parte: el papel de Rusia. Cuando los otomanos tomaron Constantinopla en 1453, los rusos lo vieron como un castigo por los pecados de los bizantinos. Y el peor de todos ellos era la apostasía, el intento de reunir las iglesias de Oriente y Occidente. La verdad es que eso no pasó de ser un intento estratégico del emperador Juan VIII Paleologo para buscar apoyo de las potencias católicas de le época ante la creciente presión otomana. Pero la indignación rusa fue tal que el arzobispo unionista Isidoro, impuesto en su día desde Constantinopla, fue expulsado. Poco tiempo después, el metropolitano de Moscú proclamaría la primacía de la Iglesia ortodoxa rusa como defensora de la cristianada. "Han caido dos Romas -escribió el monje Filoteo en 1512- pero la tercera está en pie y no habrá una cuarta". Desde entonces, para muchos rusos, ciertamente, el destino de Rusia como continuadora del Imperio bizantino formaba parte de los planes de Dios.

Los primeros zares importantes, aquellos que convirtieron a Rusia en una potencia, se fijaron precisamente esa meta. Pedro el Grande (1689-1725) y Catalina II (1729-1796), la poderosa zarina modelo de los filósofos ilustrados franceses del XVIII, intentaron de forma muy seria y consecuente, la destrucción parcial e incluso total del Imperio otomano. Las guerras de 1768-1774 y 1787-1792 le supusieron dos golpes muy duros. Especialmente, la segunda contienda: en esa ocasión, Catalina la Grande había preparado detalladamente la expulsión de los turcos de territorio balcánico, demostrando fehacientemente que Rusia se disponía a demoler el Imperio ootmano pieza a pieza, con sistema y sin contemplaciones. En nombre del equilibrio estratégico en la zona, incluso se había pergeñado el denominado “esquema griego”, pactado en secreto con el emperador austriaco.

En virtud de ese plan, tras la victoria militar, los principados de Moldavia y Valaquia serían reunidos en un estado denominado Dacia, bajo directa influencia rusa, y del cual sería nombrado gobernante el príncipe ruso Potemkin. Pero lo más importante del proyecto era la restauración del Imperio bizantino con capital en la antigua Constantinopla, que reuniría los territorios de Tracia, Macedonia, Bulgaria y el norte de Grecia bajo la corona de un nieto de la zarina, nacido en 1779, y bautizado para la ocasión como Constantino.

Este detalle da idea de lo elaborado que estaba el proyecto de destrucción del Imperio otomano en la cabeza de Catalina la Grande. De hecho, el “esquema griego” se completaba con una serie de compensaciones a efectos de conservar el oportuno equilibrio de poder con las potencias de la zona, por lo que la expulsión de los otomanos venía a ser el complemento del reparto de Polonia. Que el “esquema griego” iba más allá del reparto de los territorios balcánicos lo demuestra el hecho de que incluso Francia sería resarcida por la destrucción de su protegido y aliado otomano, con la cesión de Siria y Egipto, territorios de gran importancia para su comercio del Levante. Por lo tanto, proyectos imperialistas que cobrarían plena vigencia a lo largo del siglo siguiente, e incluso del XX, tenían su origen en épocas bien anteriores.

Los rusos no estaban solos en esta empresa. Conforme el Imperio Habsburgo se afirmaba en el Centro y Sudeste de Europa, presionaba también sobre el Imperio otomano. Pero en todo caso, rusos y austriacos seguían unas pautas similares: con cada guerra perdida, comenzando con la austro-otomana de 1683-1699 –y el Tratado de Karlowitz- los vencedores imponían cláusulas especiales a favor de las minorías cristianas en el Imperio otomano. La culminación de la primera fase de imposiciones de ese tono se alcanzó con el Tratado de Küçük Kaynarca, en 1774, que concluyó la guerra con Rusia iniciada en 1768. En virtud de lo impuesto, el sultán debería otorgar a la zarina el derecho de edificar un templo ortodoxo en Estambul, un poderoso símbolo que parecía anticipar amenazadoramente el retorno de la cristiandad a Constantinopla, pero que también estaba relacionado con el derecho que adquiría Rusia de proteger a los cristianos ortodoxos del Imperio: una concesión que amortizaría a fondo durante los años venideros.

Además, apoyándose en el tratado, agentes disfrazados de observadores se dedicaron a atizar el descontento de las poblaciones cristianas ortodoxas, e incluso las actividades de corsarios griegos contra el tráfico marítimo de las naves otomanas en el Egeo. Tras una nueva guerra, el Tratado de Iaşi en 1792, completó al de Küçük Kaynarca: los súbditos griegos del sultán podrían comerciar bajo la protección del pabellón ruso. Pronto descubrieron el enorme mercado que suponía el sur de Rusia y florecieron las colonias griegas en las costas del Mar Negro.

(Continuará)

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