miércoles, junio 27, 2007

Perros














El viejo Bucarest, en proceso de destrucción durante los años finales del régimen de Causescu, Fotografía de Maria Bostenaru


La primera vez que constaté la especial relación que existe entre algunas ciudades balcánicas y los perros fue en Bucarest, tras la caída de Ceauşescu. Se decía que era lógico, que las obras de remodelación del centro viejo de la ciudad habían arrasado decenas de casas con patios y pequeños jardines. En ese tipo de vivienda era posible y hasta útil tener uno o dos perros, pero con las malditas obras, los vecinos habían sido enviados a vivir en bloques de apartamentos, donde ya no era posible instalar a unos canes que, además, llevaban años acostumbrados a vivir en un hábitat más libre.

Por lo tanto, los perros fueron abandonados masivamente y en las calles revirtieron en una forma de vida semisalvaje. Se organizaron rápidamente en pequeñas jaurías, perfectamente identificables en algunas zonas, muy cercanas incluso al centro neurálgico de Bucarest. En la desorganización administrativa que siguió al colapso del régimen, nadie estaba para ocuparse de los perros. Teniendo en cuenta que por entonces el alumbrado público de la ciudad era muy deficiente, que en invierno Bucarest suele ser gélida y que no abundaban ni siquiera las basuras para alimentar a los animales, el peatón podía encontrarse en situaciones comprometidas. Y eso fue lo me ocurrió en pleno mes de julio de 1990, una noche, en esas calles que comunican Piața Rosetti con el Bulevar Balcescu pasando por detrás del Inter, es decir, por Tudor Arghezi o Batistei, pleno centro de la ciudad.



Perro tumbado en una calle de Bucarest. Fotografía de Ilja C. Hendel













Nunca he tenido miedo de los perros, ni de niño; sólo respeto. Pero les aseguro que sentir cómo uno es seguido por un grupo de canes ladradores a lo largo de una calle en sombras, es una experiencia inquietante. Caminaba aparentando seguridad, sin volverme, pero los animales detectaban que mi aplomo disminuía a cada paso y que estaba sólo. No nos cruzábamos con otros peatones, no había ningún escaparate iluminado, no circulaban coches. Los ladridos de los perros se acercaban a mi espalda y en un momento determinado supe que si no les hacía frente podrían echárseme encima. Habían llegado a menos de tres metros cuando me giré, gritándoles para mantenerlos a raya. Eran un grupito de cinco chuchos hambrientos e irritados, quizá también asustados y entre ellos había de todo, aunque por suerte ninguno de más de veinte kilos o de razas peligrosas.

Los gritos y mi actitud agresiva me dieron algunos metros más de ventaja cuando reanudé la marcha, pero pronto volvieron a las andadas. La escena se repitió un par de veces. Entonces, no muy lejos de Rosetti, vi una papelera o algo parecido –quizás era un bidón, no recuerdo. Aceleré el paso, sin correr, llegué hasta el recipiente y les arrojé todo lo que puede sacar de allí: piedras, latas, cualquier objeto que pudiera convertirse en proyectil. Me guardé dos o tres piedras y apretando el paso (hay que procurar no correr) desemboqué por fin en una arteria más iluminada y transitada, que quizás era el Bulevar Carol I.


Vendedores de ovejas en las calles de Bucarest, 1932

















Con los años, el problema de los perros asilvestrados fue solucionado de forma sangrienta. Creo recordar que cuando fue alcalde de Bucarest (1996-1998), Victor Ciorbea organizó una campaña de liquidación de perros a gran escala, un verdadero canicidio. A pesar del recuerdo de aquella noche y aún reconociendo que los canes eran una amenaza para la salud pública, me apenó la noticia. Pero a pesar de todo, en esas calles de duro e irregular pavimento que aún quedan en Bucarest, sobreviven algunos chuchos, ayudados en algunos casos por vecinos caritativos.

La experiencia de aquel verano de 1990 volvió a repetirse en el glacial mes de diciembre de 2001. En aquella ocasión sólo fue un perro el que siguió mis pasos por una hermosa calle entre el Bulevar Lascar Catargiu y el Dacia, ladrando como un condenado. Pero esta vez no hizo falta que le plantara cara: de repente, se abrió la puerta de un jardincillo y una mujer, suboficial de policía, llamó cariñosamente al animal y lo calmó con una chuchería, palabra que deriva, lógicamente, de chucho. La presencia en aquel lugar de una oronda agente de uniforme se explicaba por el hecho de que el jardín o patio pertenecía a una comisaría, apenas visible por la noche.

Mientras tanto, ya había podido constatar que los perros eran especialmente queridos en otros muchos rincones del Sureste europeo. En Belgrado, por ejemplo, recuerdo los magníficos animales que llevaban sus propietarios al Studentski Park, en plena Stari Grad. Eran perros de raza, bien alimentados y criados, en pleno periodo del embargo internacional contra Serbia, en la primavera de 1993. Y seguí viendo animales magníficos a lo largo de los duros años que siguieron, hasta los aciagos días de los bombardeos y después, por supuesto. A los serbios les
gustan los perros; y a los griegos. También a los búlgaros, aunque mi amiga Svetla me advertía que fuera con cuidado por las noches, en aquellos brumosos días del invierno de 1999, que pasé en Sofia, cerca del Orlov Most. El fenómeno no llegaba a la categoría de lo ocurrido en Bucarest, pero en cambio circulaban rumores alarmistas que mezclaban a gitanos y “Balkans” que era, según creo recordar, el nombre más habitual por el que atendían los canes callejeros. Para ser sinceros, lo que más me atemorizó en aquellos días era la niebla, el frío húmedo y las calles absolutamente vacías de la capital búlgara.















Un caballo a la puerta de un bloque de viviendas en el barrio gitano de Selita, Tirana, octubre de 2000. Foto ERRC


En Tirana, los perros proliferaban sin control a finales de la década de los noventa. La ciudad estaba bastante sucia y se les podía ver comiendo tranquilamente en los containers volcados, que ningún camión de basura parecía interesado en recoger. Pero no eran agresivos, ni siquiera por la noche; por entonces, lo que daba miedo era cruzarse con algún ser humano en aquellas calles que, como en Bucarest, tampoco eran generosas con la iluminación. En algunas zonas, los vecinos aparcaban conjuntamente los automóviles y pagaban a algún vigilante para que los guardara durante la noche, con el Kalashnikov al hombro. Los grupos de amigos que salían a cenar regresaban a casa formando pequeños convoyes, se acompañaban unos a los otros hasta los respectivos domicilios, procurando que los dos últimos terminaran la ronda cerca de los suyos. En una de esas ocasiones, Artan y yo quedamos para el final, tras acompañar a Edlira hasta la casa de sus padres. El periodista albanés llegó conmigo lo más cerca posible de mi domicilio, pero aún así hube de atravesar varias calles desiertas y un inquietante solar. Por fin, cuando apenas me quedaban veinte metros para llegar al portal –sin puerta, por cierto- pude escuchar una especie de gruñido estremecedor, un sonido profundo y feroz, pero contenido. Nunca supe de dónde salió aquella exclamación interrogativa, emitida por un can enorme o vaya usted a saber qué monstruo galáctico aterrizado en la Tirana poscomunista. Apreté el paso y entré de cabeza en el portal, rezando para que no le hubiera dado a un can vagabundo por acunarse en mi camino.



Un lobo, obligado a convivir con un burro en Albania. El suceso provocó las protestas del Animal Liberation Front. De todas formas, cabe recordar que España es uno de los países donde más crueldades se comenten hacia los animales








Cuando le relaté la anécdota al escritor Bashkim Shehu (que me había cedido generosamente su apartamento en la ciudad) comentó riendo que los perros de Tirana no eran agresivos. ¿Por qué? Nadie parecía saberlo. Pero una madrugada me despertó el eco de unos disparos de arma automática. Al día siguiente, mientras tomaba el café, me dijeron que la policía se había liado a cazar perros a tiros. Al cabo de un rato, en uno de los principales periódicos pude ver a un conocido mafioso tumbado en una acera y chorreando sangre sobre el pavimento.

En los Balcanes existe una actitud afectuosa hacia los perros. Por decirlo de alguna manera, la gente vive junto a ellos y entre ellos de una forma más natural y fluida que en Occidente. Hasta cierto punto, el perro comparte el destino del resto de los vecinos. Y no sólo los canes. En un comic del esloveno Tomaž Lavrič se explica lo que ocurrió cuando uno de los cuidadores del zoo de Sarajevo decidió liberar a los animales, durante el asedio que sufrió la ciudad. Personalmente, recuerdo ver a un pequeño chucho sin las patas traseras: el dueño se las había sustituido con un par de ruedecillas, y el animal corría alegremente cerca de la Iglesia de los Franciscanos.



Dos perros se pelean en Srebrenica, Bosnia



Durante un tiempo pensé que una posible explicación estaba en la “actitud antimusulmana básica”: los pueblos cristianos de los Balcanes han terminado por preservar entusiásticamente pautas culturales diametralmente contrarias a las del islam. Por ejemplo, la preferencia que existe por la carne de cerdo en Serbia o Rumania. Así, el cariño por los perros sería un reflejo del rechazo que los musulmanes tienden a demostrar por ese animal, considerado impuro. Pero esa lógica facilona no es aplicable a los Balcanes y Turquía. Un buen día, leyendo el precioso libro de Philip Mansel dedicado a Constantinopla, encontré una pieza que ayudaba a cuadrar el conjunto (pag. 317 de la edición española):

“Otros pobladores, más pequeños, peludos y feos que las gentes de Constantinopla, también vivían allí. Desde el siglo XVI, miles de perros habían dividido la ciudad en distritos, cada uno controlado por una jauría con su correspondiente macho dominante. Vivían en la calle y prácticamente la limpiaban de cualquier tipo de comida y desperdicios. Los vecinos los alimentaban igual que a los pájaros y a los gatos, sobre todo los musulmanes, que les daban agua, pan, hígado y despojos que compraban a los vendedores ambulantes albaneses. También se hacía una especie de torta blanda especial para lanzársela a su paso. Sin embargo, en Pera y Gálata, se tenían que cuidar de los bastonazos y el veneno de los cristianos.

Las jaurías mataban o expulsaban a miembros de cualquier jauría rival que se internara en su territorio. No temían dormir en mitad de la calle, obligando a los habitantes de ese barrio a efectuar un rodeo. Mark Twain vio a tres perros que permanecían acostados en la calle sin moverse, mientras que un rebaño de ovejas pasaba sobre ellos. Los primeros tranvías iban precedidos por un individuo con un palo para apartarlos de la vía.


Perros de Estambul. Postal, 1878


Cuando el sol se ponía, haciendo que el Cuerno de Oro brillase realmente como tal, Constantinopla se desvanecía en la oscuridad como una aldea en el campo. En Pera y Gálata se encendían las lámparas de gas y los perros comenzaban a aullar. Un visitantes inglés escribió en 1850: “Los gañidos, aullidos, ladridos y gruñidos se mezclan en un único, uniforme y continuo sonido similar al de las ranas cuando se escucha a distancia”. Si regresabas por la noche andando a casa, un bastón y un farolillo de papel se hacían imprescindibles. Un marinero inglés borracho se cayó un noche en una calle de Gálata. A la mañana siguiente sólo quedaba su esqueleto.

Hay un refrán en Oriente Próximo que dice: “Una ciudad donde los perros no ladran por la noche es una ciudad muerta”. Los perros eran parte de la vida –y muchos creían que de la fortuna- urbana. Incluso desafiaron al mismísimo sultán. En una ocasión, Albülmecid los trasladó a una isla en el mar de Mármara. La protesta de los ciudadanos fue tal que se vió obligado a traerlos de
vuelta a Constantinopla

Philip Mansel, Constantinopla, la ciudad deseada por el mundo, 1453-1924, Ed. Almed, Granada, 2005


En la madrugada del pasado sábado, 23 de junio, falleció Cairo, mi perro, un alegre bóxer de seis años de edad, víctima de la lehismaniosis canina y la insuficiencia renal consiguiente. Todos aquellos que hayan tenido un animal doméstico saben lo que significa, literalmente, la expresión “perder a un ser querido”. In memoriam.

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