Se vende polonio 210 (1)
Insignia del MVR búlgaro en tiempos de la Guerra FríaEl mundo del espionaje (una suerte de periodismo de estado) del periodismo (al fin y al cabo, espionaje público, a un euro por cuadernillo de informes) y de la política (que tarde o temprano recurre o tiene muy en cuenta a las categorías profesionales mencionadas), es muy dado a aceptar la irrupción ocasional de todo tipo de charlatanes de feria. La explicación del fenómeno resultaría ardua, pero en su aspecto esencial quizá sirvacomo aproximación al asunto la vieja pulsión sicológica de que aquellas personas que tienen por norma engañar, suelen aceptar con cierta facilidad que les mientan. No se intenta decir con esto algo tan grosero como que espías, periodistas y políticos –tomados en su conjunto como profesiones o corporaciones- se pasen el día mintiendo. Pero al fin y al cabo la venta de información -en el caso de los políticos, de “imagen”, que es una forma de decir “confianza”- es la esencia de su negocio; y ya se sabe que muchas veces ese concepto no existe en estado puro. El oportuno “resumen”, la “vestimenta” de la noticia, el “ángulo” bajo el que puede contemplarse la realidad, las identidades "protegidas" (y silenciadas) de las fuentes: todo ello son prácticas profesionales que de forma muy sencilla pueden deslizarse hacia la tergiversación, y en determinados momentos de presión, un poco más allá todavía. “No dejemos que la realidad arruine una buena noticia” es una frase que se aplica burlonamente a los chicos de la prensa, pero que fácilmente podría encajar en muchos informes de inteligencia y, desde luego, en algún que otro discurso político.
La reflexión viene a cuento, por ejemplo, de personajes como Rocco Martino aquel ex carabinero y espía mercenario de tercera fila que se inventó un falso informe sobre la importación de uranio de Níger por parte de Irak, en el año 2000. Enric González lo relató con mucho nervio informativo en una crónica publicada por “El País” en noviembre de 2005 y realmente impresionaba que existieran tipos como Martino, capaces de generar burdas intoxicaciones que se venden al mejor postor, si es que lo hay, para pagarse unos días de vacaciones. Como se sabe, el asunto tuvo una formidable trascendencia cuando esas mentirijillas fueron transformadas en informes dignos de todo crédito en base a los intereses puntuales de una serie de estadistas y políticos en Washington y Londres, hasta convertirse en una de las justificaciones documentales para la invasión de Irak en marzo de 2003.
Periodistas y espías se sienten muy atraídos por las teorías conspirativas. Permiten explicar fenómenos complejos de forma sencilla; y además, se puede forzar el encaje de todas las piezas del puzzle, por muy incongruentes que parezcan a simple vista. Las teorías conspirativas también permiten saltar de lo micro a lo macro: los pequeños detalles pueden cobrar una enorme importancia para explicar grandes sucesos, mientras que éstos se pueden deshinchar para ponerlos a la altura de las nimiedades presuntamente significativas. Las teorías conspirativas se convierten en un divertido juguete a prueba de tontos y por eso han tenido un gran protagonismo para explicar, durante los primeros años después de que acaecieran, fenómenos históricos apartentemente "desordenados" como son las revoluciones, en especial la francesa y la rusa. Por lo tanto, las teorías conspirativas se venden muy bien, son fácilmente digeribles por el gran público. Pero también, en muchos casos, por los apurados superiores jerárquicos, que deben dar explicaciones satisfactorias a los jefes y políticos.
Una vez lanzada, la teoría conspirativa posee mucha resistencia al desgaste. Por ejemplo, tuvieron que pasar casi diez años para que se desmontaran los rumores sobre maquinaciones de interés político en torno a la muerte de Lady Di. Pero en otros muchos casos, la teoría conspirativa nunca ha logrado ser desmontada, a pesar de que existan evidencias de su inutilidad. Otro ejemplo: el asesinato de J.F. Kennedy. Todavía se manejan turbias motivaciones políticas que lo presentan a la luz del crimen de estado, cuando hace ya años que el libro de John H. Davis, Mafia Kingfish. Carlos Marcello and the Assassination of John F. Kennedy (New York, 1989) lo explicó de una forma muy coherente y convincente, sin necesidad de recurrir a turbios complots en las altas esferas de poder.
El mafioso Carlos Marcello, posible autor real del asesinato del JFK y su hermano Robert
En ocasiones aparecen en el teatro de la conspiración armas extrañas, de fuerte arraigo simbólico, capaces de impactar profundamente sobre la memoría histórica subsconsciente del gran público (y también sobre periodistas, espías y políticos) y entonces es el acabose. Hoy ya se ha olvidado el éxito mediático que tuvieron los, en su día, celebérrimos atentados con "carta-ántrax" en el otoño de 2001, a poco del 11-S. El suceso tuvo lugar en los Estados Unidos donde (al parecer) siete cartas con esporas de la bacteria de ántrax provocaron cinco muertes y afectaron en total a 22 personas. Esa, al menos, fue la explicación que se ofreció, que desde un punto de vista médico no fue tan diáfana. La histeria fue total, pero el asunto fue tan extravagante que no hubo manera de dar con el o los autores y, lo más grotesco, tampoco con las motivaciones. No está de más recordar este asunto en estos días en los que el obsesivo caso del plutonio 210 ha tocado el techo de las contradicciones y el absurdo.
El desproporcionado impacto mediático que ha tenido la muerte de Litvinenko se explica en parte porque contiene en sí mismo rasgos de diversas historias heredadas de la más pura y dramática Guerra Fría, combinadas con ya viejos temores folletinescos y fuertes dosis de teoría conspirativa. Por ejemplo, la historia de Alexander Litvinenko, agente secreto del FSB que recibió la orden de matar al oligarca Boris Berezovski, pero se arrepintió y en lugar de hacerlo le confesó a la víctima sus intenciones. Algo así ya sucedió en 1954, cuando el agente de la KGB Nicolai Jojlov fue enviado a Frankfurt para liquidar al agitador antisoviético Georgi Okolovich. Antes de partir para su misión, Jojlov se había convertido a la fe cristiana a través de su pía esposa. Ya en Frankfurt, el despiadado ejecutor cayó del caballo, arrepentido, y advirtió a Okolovich del plan para asesinarle. Lógicamente, Jojlov desertó y se llevó con él la cajetilla con un primitivo aerosol venenoso con el que sus superiores le habían provisto. Hoy, esa primitiva arma se ha convertido en el remoto antepasado de los modernos sprays de autodefensa que se pueden adquirir por pocos euros en las "tiendas del espía" que han aparecido hace algunos años en Madrid o Barcelona.
Víctima y verdugo: el ex agente Nicolai Jojlov saluda a Georgi Okolovich tras haber desertado. La historia de Litvinenko con respecto a Berezovski no es nueva
Y el "toque venenoso": en 1957, el oficial de la KGB Bogdan Stashinsky asesinó en Munich al disidente nacionalista ucraniano Lev Rebet utilizando una pequeña pistola de gas venenoso (18 cms. de longitud) escondida en un periódico enrollado. El ataque fue tan bien ejecutado que la muerte de Rebet se atribuyó a un ataque cardiaco. Dos años más tarde, el mismo Stashinsky se ocupó de liquidar al célebre nacionalista ucraniano Stefan Bandera, utilizando el mismo método. Esta vez, sin embargo, se descubrió cuál había sido la causa del fallecimiento. Bogdan Stashinsky desertó a Occidente y en pago de sus informaciones fue sentenciado a una corta pena por los dos asesinatos.
En 1978 se sumó a estas truculentas historias el siempre terrorífico "factor balcánico" con el conocido caso de los denominados "paraguas búlgaros". Georgi Markov, un disidente búlgaro que había escapado a Londres y trabajaba allí para los programas internacionales de propaganda de la BBC, fue asesinado con un punzón que le inyectó un veneno mortal en un muslo. El asesinato tuvo lugar en la vía pública, en pleno Puente de Waterloo, pues el agente búlgaro (de hecho, un danés de origen italiano) llevaba el sistema inyector disimulado en la estructura de un paraguas. Markov esperaba el autobus, y todo lo que sintió fue un breve pinchazo; una diminuta bola de ricina terminó en tres días con su vida sin que los médicos británicos se apercibieran de lo ocurrido. Sólo tras la posterior exhumación del cuerpo se entendió lo sucedido.
Georgi Markov, el disidente búlgaro asesinado en 1978 con un sofisticado paraguas
En los años ochenta se produjo una nueva vuelta de tuerca hacia la configuración del "asesinato radiactivo" cuando se extendió el rumor de que en Rumania habían sido irradiados como represalia grupos de obreros que habían participado en las protestas de Braşov, en diciembre de 1987. El oficial de inteligencia rumano Ion Mihail Pacepa que ya por entonces había escapado a Occidente, le explicó con detalle a sus interrogadores de la CIA (o al menos eso contaba en su libro: Red Horizons, Washington, 1987) que Ceauşescu había desarrollado un sistema para liquidar disidentes en prisión por medio de elementos radiactivos, lo que en clave denominaba "aplicar Radu" y que ejecutaba un denominado Servicio K de la Securitate. Por entonces, la prensa occidental estaba muy predispuesta a creerse a pies juntillas cualquier fantástica perversidad del "tirano de los Cárpatos" y su Securitate, como quedó sobradamente demostrado durante las revueltas de 1989, por lo que la historia de Radu pasó a formar parte de la "memoria subconsciente" de los medias, que también existe.
Desaparecido Ceauşescu y hundida la Unión Soviética, los miedos apocalípticos relacionados con gases mortales y radiaciones letales anduvieron algo errantes. En marzo de 1995, la Verdad Suprema, que era una delirante secta japonesa, organizó un atentado social en el metro de Tokio utilizando gas sarín, que se saldó con el resultado de 12 muertos reales y miles de intoxicados imaginarios, tal fue el pánico que se desató. Lógicamente, el 11-S también aportó importantes dosis de paranoia colectiva, pues era de temer que tarde o temprano Al Qaeda intentaría algún ataque con armas de tipo químico bacteriológico o radiactivo, más sofisticadas y aterradoras aún que el puro explosivo, a la altura de su perversidad.
Ion Mihai Pacepa cuando todavía era un joven oficial de los servicios de la inteligencia exterior rumana. Actualmente ha reaparecido en varios foros acusando a Putin del asesinato de Litvinenko. El caso ha dado alas a todos aquellos que convirtieron su deserción a Occidente en un medio de vida
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Pero la vieja cantinela pronto volvió a los tradicionales cauces: las deliciosas historias de espías rusos, herederas a su vez de las conspiraciones venecianas y bizantinas: siempre el Este, siempre el Oriente pérfido. En un artículo firmado en "El País" por Cecilia Jan ("Nuevas (y viejas) formas de matar", domingo 3 de diciembre, 2006) se detallan los últimas proezas (reales, ficticias, imaginarias) de los maquiavélicos agentes rusos:
1995: el banquero ruso Ivan Kivelidi y su secretaria mueren, supuestamente, por efecto de un veneno colocado en el auricular de su teléfono. Posible veneno utilizado: cadmio.
2000: fuerzas especiales rusas asaltan el Teatro Dubrovka, en Moscú, para liberar a 800 rehenes tomados por un nutrido comando cecheno de 42 terroristas. En el ataque se utilizó, al parecer, un derivado del fentanilo, un gas anestésico potenciado.
2002: el guerrillero jordano e islamista al-Jattab, uno de los jefes de la insurgencia chechena, fallece tras recibir una carta envenenada (?)
El pintoresco guerrillero jordano ibn al-Jattab, luchador en Chechenia
2004: el candidato a la presidencia ucraniana Viktor Yushenko, alega haber sido envenenado por dioxina por agentes del servicio secreto de su país partidarios de sus adversarios políticos.
Resultaría absurdo negar que durante la Guerra Fría y en años posteriores algunos servicios de inteligencia han recurrido al envenenamiento en sus variadas formas. Asimismo sería falso negar la evidencia de que el KGB, al menos inicialmente, experimentó y desarrolló formas imaginativas de asesinato basadas en venenos y sustancias químicas. Sus adversarios de entonces no tardaron en hacer lo mismo, y en nuestros días ya es un lugar común que con el arsenal existente se pueden generar enfermedes galopantes, paros cardiacos e incluso ataques de locura. Es un recurso para sacar de en medio de forma discreta -no lo olvidemos- a personajes comprometedores y no parece lógico utilizarla con enemigos de medio pelo. Puerstos en el caso, Berezovski hubiera sido un objetivo susceptible de justificar un asesinato rocambolesco pero "limpio" con supuestos venenos ultrasofisticados, pero no un individuo con una importancia tan cuestionable como Litvinenko.
Por ello cuando una acción ejecutiva resulta inútilmente compleja o desproporcionada en sus medios, si no queda claro el "qui prodest", si al final de todo ello el individuo eliminado no resulta un objetivo importante, si la coyuntura política de los países implicados no justifica lo ocurrido, entonces hay que empezar a considerar que alguna pieza no casa. Y si es así, la realidad resulta demasiado tozuda como para encajarla a martillazos, al menos durante demasiado tiempo. Llegados al punto en que el contradictorio montaje se descompone, surge la pregunta: ¿Valió la pena montar el engañoso tinglado? Se dice que los medios de comunicación poseen una memoria similar a la de un niño de cinco años. En realidad, periodistas y políticos son quienes generan y modulan la amnesia social. Por lo tanto, su respuesta a la pregunta anterior sería un rotundo y triunfante: "¡Si!"
Etiquetas: Al Qaeda, Berezovski, Carlos Marcello, Ceauşescu, Chechenia, FSB, JFK, KGB, Litvinenko, mafias, Markov, Pacepa, paraguas búlgaros, polonio, Rusia, Securitate, servicios de inteligencia
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