miércoles, julio 11, 2007

Srebrenica, una pequeña localidad de la Ruanda global


















La célebre foto satélite que, por primera vez, parecía indicar el emplazamiento de una fosa común en Srebrenica, julio de 1995




En este blog se ha escrito en varias ocasiones en relación a la tragedia de Srebrenica y también sobre su manipulación por parte de medios de comunicación y opciones políticas varias en diversos países. El lector sólo tiene que pulsar sobre ese nombre en la lista de etiquetas que incorpora este post, para acceder a tales ejemplos. A fuerza de recurrir una y otra vez a la tragedia, de publicar los mismos datos, de hacer las mismas alegaciones, de mantener en pie los mismos olvidos, Srebrenica se está desgastando. Esto quiere decir que lleva camino de convertirse en un concepto vacío, un recuerdo cada vez más abstracto, por alejado de su contexto, de lo que significó, de quién tuvo la culpa por activa pero también por pasiva, de quién calla y por qué. Una vez más, cada vez más, los locutors y presenrtadopres volveran a trastabillar y equivocarse en los nombres de lugares y personas: pronunciarán "Srebrenika" o mencionarán al general "Maldic". Por el momento, Srebrenica, la Srebrenica de la prensa, es más un producto político que un acontecimiento histórico entendido y explicado.

Este año, como otros, la prensa volverá a derramar sus lágrimas por Srebrenica (a veces, de cocodrilo), una vez más pondrá a la misma altura a los cascos azules holandeses y a los soldados serbobosnios, evitará hacer ni la más breve referencia al papel de Naser Orić y por supuesto, nadie escribirá ni media línea sobre la caída del enclave de Žepa, que siguió en pocos días al de Srebrenica. Se volverá a hablar del general Mladić y de Karadžić, quizás incluso de Milošević, con el ya eterno debate sobre si sabía o no lo que iba a ocurrir aquellos en fatídicos días de julio de 1995. Nadie se preguntará si lo mismo ocurría en el Pentágono o la Casa Blanca.




















Localización de zonas de genocidio en Ruanda por foto satélite de cambios en vegetación, colina de Bisesero. Los círculos verdes señalan áreas probables, la roja es confirmada




Pero uno de los aspectos más escandaloso de lo acaecido en Srebrenica tuvo que ver con lo ocurrido un año y medio antes, 16 meses, para ser exactos. A tan sólo ese breve espacio de tiempo había tenido lugar uno de las tres o cuatro peores genocidios del siglo XX. Pero los mismos medios de comunicación que tantas volteretas dieron por Srebrenica, lo metieron debajo de la alfombra. Madeleine Albright, que tanto se esforzó para dar publicidad a lo que había ocurrido en Srebrenica (fue uno de los primeros policy makers en obtener beneficios políticos de la tragedia) fue la misma persona, el mismo cargo (embajadora de los Estados Unidos ante la ONU) que se esforzó por retirar las tropas de los cascos azules de Ruanda cuando empezó el genocidio. Eso se aprobó el 21 de abril de 1994 en el Consejo de Seguridad: sólo quedaron en Ruanda 250 soldados, incapaces de hacer nada para evitar la matanza. Los únicos que sobre el terreno reclamaron enseguida el regreso de los cascos azules fueron los embajadores de Checoslovaquia, Nueva Zelanda y España.

Y fue la misma Madeleine Albright la que, ya en mayo, luchó con uñas y dientes para retrasar todo lo posible el envío de un nuevo contingente cuando ya se contaban en decenas de miles los hombres, mujeres y niños asesinados. Ante tanta parsimonia, ocho estados africanos se ofrecieron a formar una fuerza de pacificación, pero con la condición de que los Estados Unidos aportaran algunos medios blindados. Washington aceptó, pero decidió adquirir el material a las Naciones Unidas –no a los estados africanos intervinientes- a fin de enjugar sus cuantiosas deudas con la organización. Entonces siguió un interminable regateo. Cuando concluyó, resultó que no había aviones de transporte disponibles para llevar los vehículos hasta Ruanda. Mientras tanto, a mediados de junio aún llegaban armas francesas para el gobierno hutu, al tiempo que la ONU daba luz verde a la equívoca Operación Turquesa. Esa intervención unilateral francesa permitió, según un experto en la materia, que la matanza se prolongara todavía durante un mes más y que al final, los responsables políticos del genocidio se refugiaran en Zaire, junto con numerosos seguidores bien pertrechados de armas.



Medeleine Albright, una de las personalidades más controvertidas de la última década del siglo XX: su actuación en Bosnia y Kosovo fue totalmente opuesta a la que desarrolló en Ruanda





Todo esto ocurría en la primavera de 1994, cuando los medios de prensa occidentales estaban obsesionados por la guerra de Bosnia. Fallaron estrepitosamente en Ruanda: no sólo no evitaron lo que sucedió, informando con detalle de lo que ocurría, analizando lo que se preparaba, sino que ni siquiera supieron lo que estaba ocurriendo. Y todo ello ocurría a sólo un lustro de la caída del Muro, cuando se popularizó la boutade: "Cámaras que circulan libremente igual a democracia total". Una frase que comenzaba por ser irreal en los mismos países occidentales, cuna de la democracia liberal parlamentaria. En Ruanda, sólo operaron tres grandes agencias, dos de ellas francesas: AFP y RFI, y su país de origen estaba profundamente comprometido con el régimen radical hutu. La tercera agencia presente, la mayor parte del tiempo, fue BBC. Pero durante los meses del genocidio sólo trabajaron sobre el terreno un puñado de periodistas occidentales, porque de hecho, extrajeron del país a sus reporteros nada más comenzar el genocidio y sólo retornaron cuando estaba concluyendo. Los que salieron del país con material gráfico de las primeras masacres apenas lograron vender ni una foto en Europa. Tal fue el caso, por ejemplo, de Patrick Robert, de Sygma Corbys Agency. Por otra parte, aunque ni los interahamwe y civiles colaboracionistas no se escondían para cometer sus crímenes, sólo existe una breve filmación, realizada por el cámara británico Nick Hughes en abril de 1994.

El tratamiento informativo de lo que ocurría fue erróneamente enfocado o simplemente equivocado. Así, las matanzas se presentaron como una continuación de las que comenzaron en 1959, es decir, algo “propio” o “natural” de los odios interétnicos ruandeses, explosiones de furia incontrolada o matanzas derivadas de cualquier guerra civil, especialmente en África. Pero sobre todo, el catastrófico fallo profesional de los media occidentales fue su obsesión con la guerra de Bosnia que se desarrollaba paralelamente por aquellas fechas. Ruanda no interesaba, no vendía como noticia, no cubría gastos; Bosnia, si.



















Una de las muy escasas fotografías existentes de víctimas del genocio ruandés, tomada por el mayor Stevn Stec de la UNAMIR, en la parroquia de Gikondo, Kigali. Era en los primeros momentos de la matanza. Aquí, close up de niños asesinados


Un detallado estudio sobre la responsabilidad de los medios de comunicación en el genocidio ruandés especifica que en todo el año 1994, “Le Monde” publicó 1.655 artículos sobre Bosnia y sólo 576 sobre Ruanda, y eso teniendo en cuenta que Francia era una potencia directamente implicada en lo que ocurría allí. Aún así, ese medio millar de piezas estaban dedicadas a temas como la evacuación de los colonos europeos y la epidemia de cólera en los campos de refugiados hutus en Zaire (junio-julio). En torno a un 60% de esos artículos eran piezas cortas, apenas despachos de agencia y no estaban firmados por reporteros o analistas de “Le Monde”. Y todo ello, a despecho de que, desde una fecha tan temprana como el 25 de mayo, el Comité de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos definió lo que estaba ocurriendo en Ruanda con el término preciso de “genocidio”.
















Otra fotografía de la misma serie, que se puede encontrar en la web de la investigadora Linda Melvern


Más allá de Bosnia, los temas que acaparaban la atención de las grandes agencias de prensa fueron el proceso contra O. J. Simpson en los Estados Unidos, la muerte del piloto de fórmula 1 Ayrton Senna (1º de mayo, en el Grand Premio de San Marino) y las primeras elecciones multirraciales en Sudáfrica, que celebraban el definitivo final del apartheid. En 1990, el gobierno del Partido Nacional, el de la superioridad de la elite blanca, había levantado la prohibición existente sobre el Congreso Nacional Africano, fundado en 1932 para defender los derechos de la mayoría negra. Tras esa larga marcha de luchas, huelgas y protestas, Nelson Mandela, su mítico líder, fue puesto en libertad en ese mismo año de 1990, tras 27 de reclusión. Cuatro años más tarde, mientras tenían lugar las masacres de Ruanda, el Congreso Nacional Africano ganó las elecciones por abrumadora mayoría, y Nelson Mandela, convertido en Premio Nobel de la Paz en 1993, se convirtió en el primer presidente negro de la República de Sudáfrica. Ésta si era una noticia relativa al continente negro apreciada por los grandes medios de comunicación occidentales porque parecía reflejar, sin género de dudas, el nuevo imperio de la democracia, el triunfo del Bien sobre el Mal y del “nuevo orden” tras el final de la Guerra Fría.

Por lo tanto, el desinterés de las agencias de noticias occidentales por el genocidio ruandés estuvo muy directamente relacionado con los escándalos que las grandes potencias deseaban ocultar. El jefe del contingente militar de la ONU en Ruanda (UNAMIR), el general canadiense
Roméo Dallaire, envió en enero de 1994 un fax urgente al Departamento de Operaciones de Pacificación de la ONU, en el que solicitaba protección para un valioso confidente que le estaba suministrando detalles sobre cómo se desarrollaría el genocidio y diversas acciones de provocación contra soldados de las fuerzas internacionales. En Nueva York se hizo caso omiso de las revelaciones de Dallaire, y dado que estaba en marcha la aplicación de los acuerdos de Arusha, se le recomendaba advertir al presidente Habyarimana sobre una situación dado que debía suponerse “que no tenía conocimiento de tales actividades”.



El general canadiende Roméo Dellaire, comandante en jefe de la misión UNAMIR cuando comenzaba el genocidio. Fue aclamado como un héroe, al contrario de su compatriota y colega Lewis MacKenzie, al que se le montó una campaña difamatoria en Bosnia









La cuestión es que belgas, alemanes, británicos y norteamericanos tenían una red de agentes suficientemente informados sobre lo que iba a ocurrir. Los franceses tuvieron un protagonismo siniestro. Su implicación en la defensa del régimen dictatorial ruandés fue profunda, hasta el punto de saltarse los acuerdos de 1975, firmados por ambos países, que prohibían la participación de tropas de ese país europeo en cualquier contienda civil ruandesa o en operaciones policiales. De hecho, Paris envió enormes cargamentos de armas –incluso durante las matanzas de 1994, y hasta el 16 y 18 de junio- instructores, controladores de tráfico aéreo u oficiales de inteligencia que interrogaban a los prisioneros del FPR. También llegaban arsenales desde Egipto y Sudáfrica.

Por supuesto, el genocidio estaba preparado desde hacía tiempo. Incluso se habían importado miles de machetes, comprados en China, para distribuirlos entre la población por si faltaban. El plan consistió en llevar a cabo las primeras acciones mediante los escuadrones de la muerte y paramilitares, las denominadas milicias interahamwe, que daban ejemplo e incluso aleccionaban a la población civil. Pero después, el grueso del esfuerzo genocida fue dejado en manos de los campesinos y población civil hutu en general. Alcaldes, concejales, burgomaestres y autoridades locales dieron la orden y coordinaron las matanzas en cada aldea o comarca, de forma muy general. Después, los campesinos armados formaron grupos espontáneamente que eran liderados por alguno vecino. No existió un método bien elaborado; en palabras de un campesino participante en las matanzas: “La única forma era seguir hasta el final, conservar un ritmo satisfactorio, que no se escapase nadie y poder saquear todo lo que encontráramos. Era imposible meter la pata”. De esa forma, y por ejemplo, según calculó el periodista francés Jean Hatzfeld, que entrevistó a diversos participantes en el genocidio, entre el lunes 11 de abril a las once de la mañana y el sábado 14 de mayo a las dos de la tarde, milicianos y vecinos hutus de la comuna de Nyamata asesinaron a machetazos a unos 50.000 tutsis de una población total de 59.000, en jornadas que iban de las nueve y media de la mañana a las seis de la tarde (Una temporada de machetes, 2003).


Característico machete ruandés, utilizado comúnmente para labores agrícolas. Fue el arma principal con el que se cometió uno de los genocidios más eficaces de la Historia. Fotografía de Rudy Brueggemann, 1997



El trabajo de matar a machetazos resultaba arduo, pero las autoridades insistieron en que todos los vecinos debían participar cotidianamente en las masacres; caso contrario, eran multados. Los que no podían, por limitaciones físicas o enfermedad, debían pagar a otros para que lo hicieran por ellos. Incluso se dio el caso de colectas para pagar a milicianos interahamwe a fin de que terminaran con la tarea de liquidación en algunas zonas determinadas. La implicación de la práctica totalidad de la población masculina en el genocidio obedecía al hecho de que éste se estaba llevando en una sociedad campesina: no había falta llevar a cabo la compleja tarea de identificar a las víctimas y concentrarlas para liquidarlas después. En el campo ruandés, los hutus mataron a los vecinos que conocían de toda la vida y fueron a buscarlos a sus escondites, en regiones que no tenían secretos para ellos.

De todas formas, no fue sólo cosa de campesinos; en el genocidio tomaron parte personalmente profesores, autoridades locales, médicos e incluso sacerdotes. Lo que buscaban los organizadores de las matanzas era conseguir la complicidad total de la masa de la población, que nadie se desentendiera de la masacre. Además, era el único medio de alcanzar una “solución final”, dado que ni el ejército ni las fuerzas de seguridad ni las milicias hutus disponían de medios sofisticados para llevar a cabo el genocidio. Las matanzas siguieron el ritmo sistemático de los cultivos de temporada. Y el resultado fue devastador. Como argumenta Jean Hatzfeld, tuvo un rendimiento superior al genocidio judío y gitano, pues se logró asesinar a 800.000 víctimas en doce semanas. En pleno año 1942, el régimen nazi no consiguió alcanzar tal eficacia en víctimas por día, ni en el territorio de Alemania ni en el de los 15 países ocupados.
















Puesto de control en Kigali. Paramilitares hutus armados con machetes. En estos checkpoints se cometieron numerosos asesinatos. como se puede constatar, no todos los genocidas fueron campesinos: incluso gente bienestante empuñó el machete o armas similares y se lanzó a la masacre


Todo eso ocurrió a poco más de un año antes de Srebrenica. Pero por entonces no se le dedicó demasiada atención. Y mucha menos después. Tanto es así que escogí el aniversario de la tragedia de Srebrenica para recordar el genocidio de Ruanda. A pesar de que los muertos no fueron europeos, ni blancos, ni musulmanes. Eran católicos, tanto ellos como los verdugos. Y miles de ellos murieron en iglesias donde buscaban refugio. A eso precisamente hace alusión el título de uno de los libros más célebres sobre el genocidio, el del periodista del “New Yorker”, Philip Gourevitch: Queremos informarle de que mañana seremos asesinados junto con nuestras familias, (Destino, 1999). Así comenzaba la carta que cuatro pastores adventistas enviaron al presidente de la iglesia de Mugonero, el también pastor adventista Elizaphan Ntakirutimana, acusado de inducir (o al menos consentir) en al asesinato de varios miles de tutsis que se habían refugiado en el templo y el hospital, el 16 de abril de 1994. Se habla de 8.000 personas asesinadas, pero poco importa el número exacto que, en todo caso, es una centésima parte de las víctimas totales.

Tras la tragedia de Srebrenica se volvió a escuchar muchas veces el “Nunca más” que se popularizó tras el Holocausto judío. En 1993, un año antes de la tragedia de Ruanda, se había inaugurado el Museo del Holocausto en Washington. En la ceremonia, el presidente Clinton lo describió como “una inversión en un futuro seguro contra cualquier locura que pueda acecharnos”. En la tienda del museo, a un dólar, se pueden comprar pins con la inscripción: “Recuerda” o “Nunca más”. Y sin embargo, tan sólo un año después tuvo lugar el genocidio en Ruanda. Para cuando sucedió lo de Srebrenica, ya nadie se acordaba del cercano e inmenso precedente. Si Theodor Adorno dijo que después de Auschwitz ya no se podían escribir poemas, entonces, tras de las matanzas de Ruanda, no deberíamos volver a ver telediarios. Porque el hecho es que ese genocidio demostró que cabe esperar cualquier cosa una vez más, que los gobiernos pueden ser hoy tan cómplices de la aberración como lo fueron en otras ocasiones en la reciente historia y que, sobre todo, los medios de comunicación no son los testigos que nos defenderán, no son los mensajeros que nos advertirán; incluso puede ocurrir que George Orwell tuviera demasiada razón, y las hemerotecas ni siquiera guarden memoria de sus propios errores.



Mapa de Ruanda en el que están señalados los lugares donde se produjeron las principales matanzas en los 100 días que duró el genodicio


Una temporada de machetes, por Jean Hatzfeld (Anagrama, Barcelona, 2004)

(Fragmento, pags. 114-118)

“Las personas que han pasado por una guerra cuentan con frecuencia historias admirables de amistad, idilios increíbles, gestos insólitos de solidaridad, graciosas y patéticas complicidades entre protagonistas de campos enemigos o hazañas hermosas y sencillas. Y con todo eso se hacen novelas, canciones, películas o veladas de recuerdos que lo reconcilian a uno con la humanidad.

Por ejemplo, los soldados rasos alemanes y franceses que intercambian latas de pâté y charlan de trinchera a trinchera; los colonizados independentistas que esconden a los colonos con los que jugaban a las cartas; un ministro del régimen de Vichy que libra de la deportación a un colega por una antigua complicidad cuando estudiaban juntos en la Escuela Normal. Lo mismo sucedió en Vietnam, en Irlanda, en elLíbano, en Angola, en El Salvador, en Israel, en Chechenia en nombre de una pasión, de una infancia compartida, de un clan, de cosas sencillas tales como el afecto o la fidelidad.

En Bosnia-Hercegovina, en el momento cumbre de las operaciones de limpieza étnica, en pleno sitio de Sarajevo o de Goražde, en plenas carnicerías de Foča y de Brčko, sabíamos de enamorados que cambiaban de zona clandestinamente, de tráfico de café y de ovejas, de charlas por encima de las líneas del frente para contarse noticias de los hijos o de las amantes, de escondrijos, de huidas y de reencuentros secretos. En Vukovar, sitiado y bajo una lluvia de de obuses, un delgado sendero entre los maizales facilitaba un goteo de sitiados, circunstancia que los servidores de los carros de combate serbios no ignoraban.

Y al final de la guerra, nos quedamos pasmados cuando nos enteramos, además, de las mil y una anécdotas simpáticas que no podíamos ni sospechar.

En la comuna de Nyamata [Ruanda] no se dio ni una chispa de camaradería entre futbolistas, ni un detalle compasivo con los recién nacidos tirados. No persistió ni un nexo de amistad o de amor en el seno de algún coro de iglesia, de alguna cooperativa agrícola. Nadie se rebeló en ninguna aldea, ninguna pandilla de adolescentes hizo un intento.

Ninguna organización clandestina para facilitar la huida, que habría sido tan fácil organizar por los cuarenta kilómetros de gigantescas selvas desiertas que separan los pantanos de la frontera con Burundi; ningún convoy, ninguna evasión organizada por caminos de pastores, ninguna red de escondrijos que permitiera evacuar a los supervivientes. ¿Reside en esto la peculiaridad de un genocidio? Sí en esencia, sin que lo desvirtúen las excepciones demasiado escasas que pueden darse acá o allá.

Hay que insistir en esta peculiaridad, importante hoy en día: mientras que la palabra genocidio tiene cada vez menos sentido, los políticos, los periodistas y los diplomáticos al emplean a más y mejor en cuanto se refieren a matanzas en masa o crueles.

De todas las guerras nacen tentaciones salvajes más o menos mortíferas. El delirio sanguinario de los combatientes, el deseo de venganza, el desvalimiento, el miedo, la impresión de abandono, la euforia de las victorias o la angustia de las derrotas, la paranoia y, ante todo, la sensación de condena posterior al crimen traen consigo conductas y actos genocidas.

Es decir, el hecho de estar harto o el pánico o el deseo de acabar de una vez. Y, en consecuencia, surgen carnicerías de civiles o de prisioneros, campañas de violaciones y torturas, deportaciones letales, devastación por los cuatro costados. Pueden también darse acciones no militares: vertidos de pesticidas en los ríos, rebaños de bisontes diezmados, conversiones forzadas a religiones y culturas ajenas.

Pero confundir estos crímenes de guerra –incluso cuando, en su demencia colectiva, pretenden domeñar a una comunidad civil- con un proyecto explícito y organizado de exterminio es una confusión intelectual y política sintomática de nuestra cultura del sensacionalismo.

¿No es ésta diferenciación mera cháchara retórica?¿Es posible percatarse de un genocidio dentro del caos de una guerra? Hay una pregunta sencilla y definitiva que permite responder a ello: ¿en qué víctimas se ceba más la muerte?

En la guerra, los primeros en morir son los hombres, puestos que son los más aptos para el combate; luego, las mujeres que están en condiciones de ayudarlos; y los muchachos, porque toman el relevo; a continuación, los ancianos, que aportan consejos. En un genocidio, la muerte se ceba por igual en todos, y aún más en los niños pequeños, en las muchachas y en las mujeres, porque representan el futuro.

Un ejemplo tomado de Srebrenica (que conozco mejor) aunque podría también ser de Katyn, Grozny, My Lai, Basora o Chatila.

El 11 de julio de 1995, el ejército y las milicias serbias de Bosnia entran en la ciudad sitiada. Parte de la población intenta huir por los bosques; otra, intenta refugiarse en el campo de la ONU en Potocari. En el plazo de tres días, apresan por la zona alrededor de 8.000 hombres, civiles en su mayoría, llenan camiones con ellos, los arrojan en los campos de labranza y en los caminos y los asesinan con metralletas o con Kaláshnikov. Humillan y torturan sádicamente a cientos de ellos antes de matarlos. A algunas mujeres, a las que detienen por los caminos, las violan; a otras, que cruzan por los campos de cultivo con sus hijos, las matan o las mutilan con minas o granadas.

Simultáneamente, evacúan sanos y salvos a la casi totalidad de las mujeres, muchachas y niños, alrededor de 16.000 personas, a Tuzla, en territorio bosnio. La matanza de Srebrenica obedeció a una planificación inaudita. La idea del genocidio cruzó por las mentes de los nacionalistas serbios de Pale y Belgrado; pero, si hubieran decidido llevarlo a cabo, habrían ametrallado de forma sistemática a las mujeres y a los niños, que perpetúan la vida de su comunidad, en Foča, en abril de 1992 y, luego, en Srebrenica, en julio de 1995.

Dicho lo cual, ¿no es acaso ocioso establecer diferencias entre matanzas cuando son de tal envergadura?¿No es acaso imprudente ponerles calificativos a episodios de una historia siempre en marcha? ¿No es acaso inconmensurable el dolor de las víctimas?¿No es acaso tan cruel la barbarie de Srebrenica o de Grozny como la de Nyamata? Lo es para quienes la vivieron. A nosotros nos angustia más la de Nyamata porque fue absoluta.

“Hay guerra cuando unas autoridades quieren derrocar a otras autoridades para ocupar su lugar y disfrutar de él. Un genocidio es una etnia que quiere enterrar a otra etnia. El genocidio va más allá de la guerra porque la intención dura para siempre, incluso aunque el intento fracase. Es una intención final”, dice la campesina Christine Nyiransabimana. Llama la atención esa referencia a la solución final”


El libro de Jean Hatzfeld se basa en una serie de largas y prolijas entrevistas a diez campesinos hutus que participaron activamente en las masacres de tutsis cometidas en la provincia de Nyamata, en 1994: Joseph-Désiré, Léopord, Élie, Fulgence, Pio, Alphonse, Jean-Baptiste, Ignace, Pancrace y Adalbert. Al final de la obra, casi todos aceptaron posar en una foto colectiva, "para que lector pudiera poner cara a los relatos", según el autor.

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