martes, enero 20, 2009

El legado de George W. Bush





















Un gesto que ya es historia




Dentro de pocas horas, Barack Obama tomará posesión como 44º presidente de los Estados Unidos de América y la presidencia de George W. Bush será ya historia, definitivamente. Pero su legado permanecerá. Nos guste o no, costará mucho tiempo restañar heridas. Resulta muy significativo el hecho de que, desde Europa y otras regiones del mundo pongamos tanta ilusión en que Obama se ocupe de solucionar lo que nosotros no supimos evitar, no quisimos prever, ni sabemos (o eso parece) reconstruir, al menos sin la supervisión o aquiescencia del presidente norteamericano de turno. Un enfoque preocupante; y más cuando el centro del proceso de cambio real, a escala global, ya no está en los Estados Unidos. Pero sobre todo, porque podríamos encontrarnos asumiendo, sin ser muy conscientes de ello, iniciativas del nefasto George W. Bush, o incluso de Dick Cheney.



Con motivo de esas interesantes reflexiones, "El Periódico" publicó, en su edición del lunes 19 de enero una colección de comentarios dedicados a "La herencia de la administración saliente", firmados por Luis De Sebastián, Juan-José López Burniol, Francisco Veiga y Antoni Segura. A continuación, la pieza que me correspondió (con el añadido de alguna línea eliminada en redacción)

Legado de disputas

• La Casa Blanca se dedicó a debilitar la Unión Europea


Francisco VEIGA
PROFESOR DE HISTORIA DE LA UAB

Cuando George W. Bush llegó a la Casa Blanca, allá por el 2001, meses antes del 11-S, llevaba bajo el brazo la idea de liquidar el Irak de Sadam Husein. La otra línea directriz surgió de la anterior, cuando una serie de países de la UE se opusieron a participar en el ataque contra Irak. Fue entonces cuando Bush se aplicó en debilitar a esa Europa que podría ser un obstáculo para que EEUU ejerciera su estrategia unilateral como potencia mundial sin rival.

En el 2004, la gran ampliación de la UE, el mayor impulso en el proceso de integración europea desde la fundación de la CE, consagraría la temida posibilidad: de repente, la Unión se convirtió en un espacio político y económico de 450 millones de ciudadanos.

Sin embargo, fue precisamente ahí donde Bush detectó la brecha a profundizar: los nuevos socios, procedentes de la órbita exsoviética, habían demostrado en varias ocasiones un entusiasmado apoyo a las opciones norteamericanas. De esa forma, países tales como los bálticos, Albania, Rumanía, Bulgaria, la República Checa y, sobre todo, Polonia comenzaron a recibir las atenciones de Washington. La masa crítica había sido ya formada con la Italia de Berlusconi, la España neoliberal del Gobierno de Aznar y la Gran Bretaña de Toni Blair, que habían dado lugar al trío de las Azores, firmemente a favor de la guerra contra Irak.

Bush hurgó a fondo en la herida. Atizó en lo que pudo las inquinas antirrusas de los nuevos europeos del Este con ayuda de una artificiosa nueva guerra fría. El escudo antimisiles, a instalar en Polonia y la República Checa, era la esencia de las obsesiones del presidente: iba dirigido contra dos países del denominado eje del mal (Irán y Corea del Norte), incomodaba a los rusos y movía millones de dólares en contratos. La Administración de Bush se aseguró la continuidad del juego dedicándose a apoyar con descaro la candidatura a la OTAN de repúblicas exsoviéticas como Georgia o Ucrania,aún lejos de ajustarse los necesarios criterios de estabilidad política.

El resultado fue la conocida diferenciación entre la vieja y la nueva Europa, el fomento de un creciente euroescepticismo entre los novatos, y la tendencia de los veteranos a asentir en público y trabajar por sus intereses a espaldas del amigo americano. Todo ello, desde luego, ha puesto palos en las ruedas del proyecto de integración europea.

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