jueves, junio 01, 2006

De cómo la şmecherie se convirtió en virtud nacional

Me llamaron hace un par de días desde el programa de Glòria Serra, anchorwoman de COM Ràdio para “una entrevista sobre Rumania”, así en líneas generales. En realidad, el asunto no tenía nada que ver con el gobierno de Basescu o lo complicado que se le está poniendo el acceso a la UE al candidato balcánico. El súbito interés por Rumania era por sus ciudadanos, los rumanos; y sobre todo, y de forma más o menos directa, con las decenas de miles que han ido llegando a España en los últimos años. Hasta el momento el fenómeno no llamaba mucho la atención en Cataluña, dado que la masa crítica de inmigrantes rumanos se concentra en Alicante y el Levante en general (donde ya ha dado lugar a episodios de xenefobia) así como también en Madrid. Pero la reciente detención de una banda de ladrones de pisos en Maspujols (Tarragona) ha disparado alarmas también por estos pagos.

Creo que a Serra no le encandilaron mis declaraciones. Posiblemente prefería la explicación que le ofreció una colaboradora rumana en ese mismo pograma, que según me pareció haber entendido, giraba en torno al alma rumana que no se encuentra a sí misma, o argumentos similares. El destino, la quiebra moral colectiva y esa especie de entelequia que es “el espíritu de los pueblos”, forman parte de un discurso muy usual en Europa oriental y que suele ser apreciado en los medios de comunicación catalanes. También parecía suficiente el argumento de la supuesta pobreza de la población, pobre gente, y tal. Hablábamos sobre uno de los principales problema de la Rumania actual: la corrupción. Para mí, el asunto tiene mucho que ver con el aparato administrativo del país, mal pagado por desmesurado en número. En parte es un problema generado por el desaparecido régimen comunista, que creó un estado muy burocratizado y plagado de controles y supervisores.

Pero en parte la cosa viene de atrás, porque la administración rumana que se construyó paralelamente al estado, desde el último cuarto del siglo XIX en adelante, siempre estuvo mal pagada. Esa situación es tan característicamente rumana que a comienzos de siglo XX el país poseía unas leyes muy extrañas: el campesino pagaba por exportar sus productos. La explicación de tan bizarras y antieconómicas disposiciones se debía a que los sucesivos gobiernos liberales intentaban evitar que subiera el precio de los productos básicos de alimentación, a fin de mantener los sueldos de la masa funcionarial lo más bajos posible. Aún así, el miserable funcionario se habituó a completar su magro salario a base del bacşiş, es decir la propinilla, la venta de favores o servicios. Fácil es comprender cómo en un país en el cual el común de la población veía cómo los numerosos representantes de la autoridad se dedicaban al mangoneo, todo el mundo terminara apuntándose a tales prácticas.

A ello deben añadirse los problemas de distribución que generó entre 1948 y 1989 un régimen comunista especialmente mal gestionado. Al bacşiş se unió el hurto y choriceo generalizados: había que vivir, y los productos de primera necesidad que no se encontraban en las tiendas durante semanas, se obtenían por los medios que fueran. Así fue como la inmensa mayoría de la sociedad se conjuró contra un sistema en el cual sus propios gobernantes formaban parte del robo universalmente perpetrado. Y no sólo eso: para terminar de arreglarlo, el régimen en tiempos de Nicolae Ceauşescu se dedicó a glorificar la proverbial şmecherie rumana. Éste es un término difícil de traducir, pero que es equivalente a nuestra hispánica picaresca. La coartada histórica consistía en lo siguiente: los rumanos (moldavos y válacos) habían sido vecinos, durante siglos, de enormes, poderosos y despiadados imperios. La única forma de sobrevivir había sido actuar con astucia; eso incluía negociar, maniobrar, fingir. Y cuando fue necesario, mentir y romper tratados, cambiar de bando por sorpresa y traicionar. De esa forma, los rumanos habían logrado burlar a los turcos, los rusos, los polacos, los austriacos, los alemanes.

Este tipo de argumentos se enseñaban en las escuelas y universidades, el rumano se los explicaba al visitante occidental y con todo ello se hacían films estilo espagueti western pero con heroicos voivodas (príncipes) moldo-válacos luchando con todas las armas y trapacerías contra el Imperio otomano. Por ejemplo, en “Miguel el Valiente” (Mihail Viteazul, 1970) de Sergiu Nicolaescu, que algunos canales españoles de televisión pasan todavía de vez en cuando en horarios poco frecuentados. Todo esto no sólo era posible verlo de forma palpable en la Rumania de los años setenta y ochenta. Está analizado en excelentes obras académicas como la de Katherine Verdery: Nacional Ideology Under Socialism. Indentity and Cultural Politics in Ceauşescu´s Romania (University of California Press, 1991)

Pero un país no puede tirar adelante de esa forma, al menos durante muchos años, y las cosas terminaron catastróficamente en 1989. Cuando desapareció el régimen comunista, el mal estaba ya hecho. Muchos rumanos (y no sólo ellos, sino también los albaneses, serbios, búlgaros…) se habían acostumbrado al trapicheo, a saltarse las reglas del orden social, a fingir que se trabaja, dado que el estado finge pagar. Cuando desapareció la unanimidad social, la cobertura generalizada que suponía la ética de la supervivencia, Occidente apareció en el horizonte: la cultura de la emigración hacia El Dorado aplicaba el todo vale con tal de triunfar y volver a Rumania, un día, como los antiguos indianos regresaban a España tras hacerse las Américas. El resto de la historia ya la saben o se la pueden imaginar. Bueno, en realidad, falta un factor complementario: la importante representación numérica de la minoría gitana en Rumania y sus relaciones con los payos locales. Pero eso es material para otro post.

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